Después de una desgracia
P. Fernando Pascual
8-8-2024
Aquellos tres jóvenes bajaron
al río a tomarse unas fotos. Habían pasado densas nubes, y ahora brillaba un
sol magnífico.
Arriba, en la montaña, se
había desatado un fuerte aguacero. De repente, el agua del río empezó a subir.
Los jóvenes pensaron que sería
algo fugaz. Se mantuvieron dentro de una especie de pequeña isla para tomar más
fotos.
Pero el flujo de agua aumentó
y los rodeó. Sintieron miedo. Llamaron a emergencias, pues uno no sabía nadar,
y los otros dos prefirieron quedarse con él.
Llegaron los bomberos.
Intentaron varios sistemas de rescate. Un cable no llegó a los jóvenes. La
escalera era insuficiente.
Llamaron a un helicóptero. El
caudal había aumentado peligrosamente: ya no era posible escapar a nado.
El helicóptero llegó tarde: la
fuerza del río arrastró a los jóvenes, que murieron ahogados o por culpa de los
golpes con rocas y maderos.
Una historia así deja un
profundo dolor en familiares, amigos, rescatistas, y otras personas más o menos
cercanas.
Incluso el drama se hace mucho
más intenso cuando se constata que habría sido tan fácil evitar esa tragedia:
bastaba con que los jóvenes no hubieran entrado en el cauce del río, o hubieran
salido apenas vieron que bajaba agua turbia desde la montaña.
Lo mismo se puede decir de los
socorristas: si hubieran llegado antes, si el helicóptero hubiera despegado de
una base más cercana...
Un momento así invita a la
oración, al acompañamiento de los familiares, a la confianza en Dios. También
invita a reflexionar sobre los sistemas de intervención ante emergencias:
siempre pueden pensarse maneras ágiles y eficaces para situaciones parecidas.
La tragedia ya ha ocurrido.
Junto a la pena, hace falta afrontar el duelo y seguir adelante, con un deseo
intenso por ayudar a otros en situaciones parecidas, y por acompañar a los
muertos en ese momento decisivo de su encuentro con Dios Padre.