Anhelos de justicia
P. Fernando Pascual
27-3-2011
La injusticia nos hiere. Si somos víctimas, al ver cómo nos arrancan algo necesario, algo que
necesitamos, algo nuestro. Si somos testigos, al ver el dolor de las víctimas, de los ofendidos, de los
despojados de lo suyo.
El mundo está lleno de injusticias. Son tantas y tan profundas, que corremos el riesgo de
acostumbrarnos, de endurecer el corazón, de mirar hacia otro lado, de levantar los hombros en señal
de resignación barata.
Otras veces buscamos caminos para defender al débil, para castigar al culpable, para curar los
daños, para consolar y aliviar a quienes necesitan una reparación justa.
Pero el panorama es tan inmensamente grande... ¿Cómo solucionar injusticias que afectan a miles
de personas: guerras, fraudes colectivos, explotación de obreros mal pagados, usura por parte de
delincuentes de guante blanco? ¿Cómo detener las ofensas a los inocentes, la matanza de hijos por
culpa del aborto, la amargura de campesinos que se sienten despreciados por multinacionales sin
escrúpulos o por gobiernos que promueven políticas económicas a espaldas de los intereses de sus
pueblos?
La lucha por la justicia parece, en ocasiones, un anhelo desproporcionado, ilusorio, inútil. Por más
que nos movamos, por más que nos esforcemos en levantar a los perseguidos, siempre será mucho
más grande el mal que nos rodea, que nos aturde, que nos engulle, que se alza contra los más
débiles e indefensos.
Por eso, miles, millones de personas viven y mueren sin que nadie haya aliviado las injusticias que
sufrieron. Quedan ante la historia como derrotados, como hombres y mujeres que sucumbieron ante
avaros, criminales, explotadores sin escrúpulos.
Algunos dicen que el “juicio de la historia” rescatará a las víctimas. En realidad, un juicio póstumo
nunca será capaz de reparar el daño que han sufrido los inocentes, para aliviar a quienes dejaron el
mundo sin haber conocido la protección de la justicia terrena.
Ante tanto mal, el corazón nos dice que debe existir algo más allá de la muerte; que debe existir
Alguien capaz de recoger las lágrimas de las víctimas y de castigar a los culpables.
Dios tiene que existir para que el mundo no sea un absurdo, para que la última palabra no sea la
prepotencia de los criminales, para que sean rescatados los que sufrieron males inhumanos. La vida
eterna se convierte en una exigencia ineludible para que la justicia no se convierta en un anhelo
iluso.
Necesitamos recordarlo: “la cuestión de la justicia es el argumento esencial o, en todo caso, el
argumento más fuerte en favor de la fe en la vida eterna” (Benedicto XVI, encíclica “Spe salvi”, n.
43).
Si hay otra vida, si existe un Dios que recoge las lágrimas de los inocentes y castiga a los culpables
que nunca se arrepintieron, tiene sentido la lucha por erradicar las injusticias presentes, tienen valor
los sufrimientos de quienes vivieron y murieron derrotados pero honestos.
No conseguiremos, seguramente, derrotar la fuerza de un mal oscuro y potente, pero sí
albergaremos una esperanza profunda en el Dios que rescata la vida de cada hombre y de cada
mujer que haya renunciado a la maldad para escoger el camino, difícil y hermoso, de la justicia
verdadera.