Jueves Santo en la Pasión del Señor. Misa Vespertina.
La Eucaristía es una invitación a amarnos y servirnos, tal como Jesús lo hizo.
Estimados hermanos y amigos:
Cuando rezamos el Gloria en la Misa Vespertina del Jueves Santo, damos por
finalizado el tiempo de Cuaresma, y empezamos a vivir el Triduo preparatorio de la
Pascua. Dado que nos hemos preparado durante la Cuaresma a vivir el Misterio
pascual, comenzamos la Eucaristía de esta tarde, escuchando la lectura de la
siguiente Antífona:
"Por mi parte, si de algo presumo, es de Cristo crucificado, y Dios me libre de
aspirar a otra cosa. En la cruz de Cristo, el mundo ha muerto para mí, y yo para el
mundo" (GÁL. 6, 14).
Siendo consciente de que Jesús se dejó crucificar para demostrarnos el amor que
el Dios Uno y Trino siente por nosotros, a través de las palabras de San Pablo que
hemos recordado, la Iglesia nos invita a adaptarnos al cumplimiento de la voluntad
de nuestro Padre común, así pues, este es el significado de morir a los criterios
contrarios a la ideología de nuestro Creador. El hecho de presumir de Cristo
crucificado, no significa que somos masoquistas, sino que nos alegramos de que
nuestro Salvador, por la demostración de amor divino que nos hizo por medio de su
sacrificio, nos ha hecho aptos para que podamos vivir en la presencia de nuestro
Padre común, cuando la tierra sea llamada Reino de Dios.
Para San Pablo, el hecho de asemejarnos a Jesús al recibir el Bautismo, tiene un
significado especial, por consiguiente, el citado Apóstol de nuestro Señor, les
escribió a los cristianos de Corinto:
"Eliminad todo resto de vieja levadura; vosotros debéis ser panes pascuales, de
masa nueva y sin levadura, porque Cristo, que es nuestra víctima pascual, ya ha
sido sacrificado. Hagamos, pues, fiesta; pero no a base de la vieja levadura -me
refiero a la maldad y a la perversidad- , sino con los panes pascuales de la
sinceridad y de la verdad" (1 COR. 5, 7-8).
La meditación de las palabras de San Pablo que estamos considerando, nos insta
a ser imitadores de Jesús, el Señor que no escatimó su vida, con tal de
demostrarnos cómo nos ama nuestro Padre celestial.
"Sois hijos amados de Dios. Procurad pareceros a él y haced del amor norma de
vuestra vida, pues también Cristo nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros
como ofrenda y sacrificio que Dios recibe con agrado" (EF. 5, 1-2).
Al Meditar las palabras de San Pablo escritas en 1 COR. 5, 7-8, comprendemos el
significado de "hacer del amor norma de nuestra vida". San Pablo nos dice que
eliminemos los restos de la vieja levadura, porque la levadura es símbolo de
hipocresía, así pues, esta es la razón por la que Jesús les dijo a sus Apóstoles en
cierta ocasión:
"-Mirad, tened cuidado con la levadura de los fariseos y de los saduceos" (MT. 16,
6).
En otra ocasión, Jesús dijo con respecto a los fariseos:
"-Los maestros de la Ley y los fariseos son los encargados de interpretar la Ley
de Moisés. Así que vosotros debéis hacer y guardar lo que os digan; pero no imitéis
su conducta, porque ellos mismos no hacen lo que enseñan. Echan cargas pesadas
sobre los hombros de los demás, pero ellos no están dispuestos a tocarlas ni
siquiera con un dedo. Todo lo hacen para que la gente los mire. Usan filacterias
más anchas y flecos más largos que ningún otro, les gusta ocupar los primeros
puestos en los banquetes, ser saludados en público, sentarse en los lugares
preferentes en las sinagogas y que la gente les llame "maestros"" (MT. 23, 2-8).
En contraposición a la levadura de los fariseos, Jesús nos dice que seamos panes
pascuales, hechos con la levadura del Reino de Dios.
"También les dijo (Jesús a sus oyentes): -El reino de Dios puede compararse a la
levadura que una mujer mezcló con tres medidas de harina para que fermentara
toda la masa" (MT. 13, 33).
En la Biblia se nos recomienda que trabajemos "a fin de que no existan divisiones
en el cuerpo (la Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo), sino que todos los
miembros por igual se preocupen unos de otros. Y así, cuando un miembro sufre,
todos sufren con él, y cuando recibe una especial distinción, todos comparten su
alegría. Vosotros formáis el cuerpo de Cristo, y cada uno por separado constituye
un miembro" (1 COR. 12, 25-27).
Muchos de nuestros hermanos en la fe se quejan porque la asistencia a la
Eucaristía les resulta rutinaria. Ello puede suceder perfectamente, ora porque los
predicadores no le dedicamos nuestro mejor esfuerzo a la instrucción religiosa de
los mismos, ora porque los tales no tienen una motivación que les haga desear
conocer la Palabra de Dios. Las celebraciones sacramentales también pueden
resultar aburridas y tediosas porque pocos son los que se aplican las palabras de
San Pablo que acabamos de recordar, es decir, no nos preocupamos por los que
sufren, -y si lo hacemos, dicha preocupación no se manifiesta en una actitud
solidaria o caritativa-, y tampoco nos alegramos cuando entre los creyentes surgen
hermanos con distinciones especiales, porque vivimos en un mundo en que tienen
más cabida los sucesos desagradables que los acontecimientos considerados
buenos, por la expectación que causan los mismos, gracias al alto índice de
audiencia que tienen los medios de comunicación que promueven los citados
acontecimientos.
El Domingo III de Cuaresma del ciclo A de la Liturgia de la Iglesia, recordamos,
en la lectura del Evangelio de la Misa, las siguientes palabras que nuestro Señor le
dijo a la samaritana de Sicar:
"-Si conocieras el don de Dios, si supieras quién soy yo que te pido agua, sin
duda que tú misma me pedirías a mí de beber, y yo te daría agua viva" (JN. 4, 10).
¿Tiene alguna repercusión en nuestra vida el hecho de saber que el Espíritu Santo
es el don que Dios nos otorga para santificarnos?
¿Conocemos a Jesús como para sentir el deseo de ser sus seguidores?
¿Sentimos que, a pesar de los defectos que nos caracterizan, por haber sido
vinculados a Cristo por medio del Bautismo, nos estamos convirtiendo en cristianos
nuevos?
San Juan nos dice:
"El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor" (1 JN. 4, 8).
¿Conocemos a Dios?
Si la respuesta a la pregunta que nos estamos planteando es negativa, al actuar
inspirados por los criterios de este mundo, por ser desconocedores de Dios, no
podemos amar con el amor pleno con que somos amados por nuestro Padre común,
por consiguiente, San Juan nos instruye:
"Queridos hijos, Dios es la fuente del amor: amémonos, pues, unos a otros. El
que ama es hijo de Dios y conoce a Dios" (1 JN. 4, 7).
Hace muchos años, le pregunté a un seminarista:
-¿Qué debo hacer para encontrar a Dios?
Mi joven amigo, me respondió:
-Déjate encontrar por Dios. Tú no puedes buscar a Dios porque no lo sientes,
pero, si tu deseo de encontrarlo es sincero, déjate salvar por El, porque nuestro
Santo Padre ya te ha encontrado. Esta es la causa por la que San Juan nos dice:
"¿Que dónde radica el amor? No en que nosotros hayamos amado a Dios, sino
en que él nos amó y envió a su Hijo para que nos alcanzase el perdón de nuestros
pecados. Queridos hijos, si a tal extremo ha llegado el amor de Dios para con
nosotros, también nosotros debemos amarnos mutuamente" (1 JN. 4, 11-12).
¿Cómo podemos demostrarnos que nos amamos?
"Si creemos que Jesús es el Cristo, somos hijos de Dios. Ahora bien, no es
posible amar al padre sin amar también al hermano, que es hijo del mismo padre.
Y conocemos que estamos amando a los hijos de Dios, cuando de veras amamos a
Dios cumpliendo sus mandamientos, puesto que amar a Dios consiste en cumplir
sus mandamientos. No se trata, por lo demás, de preceptos insoportables" (1 JN.
5, 2-3).
Si no somos capaces de amar a nuestros prójimos los hombres, mentimos al
decir que amamos al Dios a quien no podemos ver físicamente.
"Si alguno viene diciendo: "Yo amo a Dios", pero al mismo tiempo odia a su
hermano, es un mentiroso. ¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, si no es
capaz de amar al hermano, a quien ve? Este mandamiento nos dejó Cristo: que
amemos a Dios y que amemos también a nuestros hermanos" (1 JN. 4, 20-21).
¿Cómo debemos amarnos? Jesús nos dice:
"Os doy un mandamiento nuevo: Amaos unos a otros; como yo os he amado, así
también amaos los unos a los otros. Vuestro amor mutuo será el distintivo por el
que todo el mundo os reconocerá como discípulos míos" (JN. 13, 34-35).
Desgraciadamente, en vez de distinguirnos porque nos amamos, los cristianos
nos distinguimos porque estamos divididos, porque algunas veces no nos ponemos
de acuerdo para interpretar la Biblia conforme a un mismo criterio, y porque
muchas veces actuamos como si no creyéramos en Dios. No pretendo decir que
entre los cristianos no existe la práctica de la caridad, sino que el hecho de hacer el
bien no destaca en un mundo en que se les prestan más atención a los sucesos
desagradables que a las buenas noticias.
El hecho de recibir a Jesús en la Eucaristía, no significa únicamente que creemos
en Dios y deseamos vivir en su presencia, sino que adquirimos el compromiso de
servir a nuestros prójimos los hombres. A este respecto, debería sernos útil el
ejemplo de los hijos de la Iglesia madre de Jerusalén.
"Y eran constantes a la hora de escuchar la enseñanza de los apóstoles, de
compartirlo todo, de celebrar la cena del Señor y de participar en la oración. Todo
el mundo estaba impresionado a la vista de los numerosos prodigios y señales
realizados por los apóstoles. En cuanto a los creyentes, vivían todos de mutuo
acuerdo y tenían todo en común. Hasta vendían las propiedades y bienes, y
repartían el dinero entre todos según la necesidad de cada cual. A diario asistían
juntos al templo, celebraban en familia la cena del Señor y compartían juntos el
alimento con sencillez y alegría sinceras; alababan a Dios, y toda la gente los
miraba con simpatía. Por su parte, el Señor aumentaba cada día el grupo de los que
estaban en camino de salvación" (HCH. 2, 42-47).
Merece la pena dedicar unos minutos a hacer una comparación entre las
circunstancias que caracterizaban la fe de los hijos de la Iglesia de Jerusalén, y
nuestro modo actual de vivir inspirados por las convicciones que tenemos.
Los primeros cristianos eran constantes a la hora de escuchar la enseñanza de los
Apóstoles (v. 42). Entre nosotros hay mucha desconfianza para con el clero. Tengo
lectores que me escriben algunas veces y me dicen que no gustan de ir a las
iglesias, y que, el único medio que emplean para conocer la Palabra de Dios, es la
navegación por Internet. Yo les agradezco a tales lectores que lean mis
meditaciones, pero me gustaría que existieran comunidades en que pudieran
sentirse integrados, porque la vivencia de la fe en solitario es dolorosa. Para
muchos que se dicen creyentes, cualquier gesto de un sacerdote que
malinterpreten o que no les agrade, es suficiente para dejar de asistir a las
celebraciones de los Sacramentos. Los religiosos, tal como nos sucede a los laicos,
son humanos, y, por tanto, tienen propensión a hacer el mal en determinadas
circunstancias como nos sucede a nosotros, por consiguiente, carece de sentido la
persistencia que algunos tienen en exigirles una perfección inalcanzable, mientras
examinan sus gestos con lupa, con tal de sorprenderlos pecando, para tener
motivos que justifiquen su carencia de fe.
Los primeros cristianos lo compartían todo entre sí (v. 42), de hecho, algunos
vendían sus propiedades y repartían el dinero que obtenían con ello entre los
pobres, en conformidad con las carencias de los tales (v. 45), y cenaban juntos en
las celebraciones eucarísticas, sin que las diferencias sociales les impidieran vivir
como hermanos (v. 46). Estos hechos no están relacionados con la asistencia de
muchos de nosotros a las celebraciones eucarísticas, en que nos reunimos con
muchas personas a las que por fe debemos llamar hermanos y hermanas, a pesar
de que, al desconocerles, nos es imposible amarles, y, si no amamos a quienes nos
acompañan en nuestros actos de adoración a Dios, tal como nos ha dicho San Juan
anteriormente, tampoco amamos a Dios.
Los primeros cristianos eran constantes a la hora de celebrar la cena del Señor
(vs. 42 y 46). ¿Celebramos la Eucaristía porque creemos en Dios y queremos
adorarlo, porque ello constituye un evento social, o porque tememos que nos
quemen en el infierno?
La gente se impresionaba por causa de los milagros que hacían los Apóstoles (v.
43). En nuestro tiempo, los religiosos son concebidos como amantes del poder
político y como solitarios incomprensibles.
Los primeros cristianos vivían en concordia, y tenían las mismas creencias (v.
44). En nuestro tiempo, permanecemos divididos, no solo entre los miembros de
iglesias o congregaciones diferentes, sino entre los hermanos de una misma
denominación. Al hacer estas reflexiones, solo pretendo decir que todos los
creyentes deberíamos trabajar para mejorar nuestra convivencia, pues no pretendo
juzgar quienes son mejores o peores cristianos, pues solo Dios tiene ese poder. Lo
que pretendo decir es que no depende de los líderes religiosos el hecho de que los
cristianos tengamos una excelente convivencia exclusivamente, ya que los tales no
pueden trabajar en ello, si no cuentan con nuestro apoyo.
En el libro de los Proverbios de Salomón, leemos:
"El odio provoca discusiones,
el amor cubre todas las faltas" (PR. 10, 12).
"Quien va tras la justicia y el amor
hallará vida, justicia y honor" (PR. 21, 21).
Los cristianos somos invitados por Dios a imitar dos ejemplos, los cuales son, en
el campo de la fe, los Santos, y, en este mundo en que nos ha tocado vivir, los
héroes. Qué triste es la situación en que se encuentran muchos adolescentes y
jóvenes en España, que no estudian porque dicen que ello no les servirá para
trabajar en el futuro. Esto sucede porque muchos de dichos adolescentes y jóvenes
creen que la crisis económica en que vivimos sumidos será eterna, y otros, al tener
en las manos todo lo que quieren porque sus padres viven para complacerlos, no
tienen necesidad de esforzarse para alcanzar ningún logro con vistas a su
estabilidad económica. Vivimos en un mundo en que los grandes ejemplos a imitar
no son estimulantes, así pues, en el día en que celebramos el amor fraterno, y por
ello se nos insta a imitar el amor de nuestro Hermano y Señor, os invito a que os
apliquéis el siguiente fragmento de los Proverbios de Salomón:
"No tomes por compañero a un hombre airado,
ni vayas con un hombre violento,
no sea que aprendas sus senderos,
y te encuentres con un lazo para tu vida" (PR. 22, 24-25).
Evitemos el hecho de pecar, no solo porque Dios lo quiere, sino, porque si no
vivimos con la pretensión de amar y ser amados, nos privaremos de hallar la
plenitud de la felicidad.
"Seis cosas hay que aborrece Yahveh,
y siete son abominación para su alma:
ojos altaneros, lengua mentirosa,
manos que derraman sangre inocente,
corazón que fragua planes perversos,
pies que ligeros corren hacia el mal,
testigo falso que profiere calumnias,
y el que siembra pleitos entre los hermanos" (PR. 6, 16-19).
Dado que la vida de los cristianos es un campo de rosas, en que muchas veces,
en vez de gozar de la visión de la belleza de dichas flores, solo sentimos que las
espinas de las mismas se nos clavan, es bueno que comprendamos que, si
superamos las situaciones en que tenemos la tentación de pecar, ello nos servirá
para comprobar que Dios está con nosotros, y que merece la pena trabajar para
alcanzar la santidad, al mismo tiempo que crecemos espiritualmente. No olvidemos
que el mal siempre ha estado presente en el mundo, y, por tanto, no ha estado
excluido de la Iglesia. Precisamente, San Pablo, antes de narrarles a los cristianos
de Corinto la institución de la Eucaristía, les reprochó a sus lectores la manera en
que se relacionaban en sus celebraciones de la Cena del Señor. Los cristianos de
Corinto cenaban en sus celebraciones eucarísticas, y, al final de dichas
celebraciones, eran consagrados el pan y el vino, y comulgaban. El problema que
tenían consistía en que las celebraciones estaban marcadas por las diferencias de
clases sociales a que pertenecían los cristianos, pues los pobres, en vez de ser
alimentados, eran avergonzados y despreciados, mientras que los ricos
banqueteaban placenteramente.
"A propósito de estas recomendaciones, tampoco es como para felicitaros el
hecho de que vuestras asambleas os ocasionen más perjuicio que provecho. Para
empezar, ha llegado a mis oídos que, cuando os reunís en asamblea, los bandos
están a la orden del día. Cosa, por cierto, nada increíble, si se piensa que hasta es
conveniente que existan divisiones entre vosotros, para que quede claro quiénes
son los que salen airosos de la prueba. El caso es que en vuestras asambleas ya no
es posible comer la cena del Señor. Cada uno empieza comiendo la comida que ha
llevado, y así resulta que mientras uno pasa hambre, otro está borracho. ¿Pero es
que no tenéis vuestras casas para comer y beber? ¡Ya se ve que apreciáis bien poco
la asamblea cristiana y que no os importa poner en evidencia a los más pobres!
¿Qué? ¿Esperáis que os felicite por esto? ¡Pues no es precisamente como para
felicitaros!" (1 COR. 11, 17-22).
San Pablo nos anima a que no sucumbamos ante la fuerza que nos insta a pecar,
y que, unidos a Cristo, seamos parte de la nueva creación, que es el Reino de Dios.
"Por tanto, el que está en Cristo, es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es
nuevo. Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió
el ministerio de la reconciliación. Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al
mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres, sino
poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación. Somos, pues, embajadores de
Cristo, como si Dios exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os
suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!" (2 COR. 5, 17-20).
En el día del amor fraterno, en que nos disponemos a acompañar a Jesús durante
su Pasión y muerte, debemos tener presentes en nuestras oraciones a quienes
sufren por causa de sus enfermedades o de otras dificultades. Nuestras oraciones
no solo han de ser verbales, pues también deben ser obras de amor, inspiradas en
la forma de actuar de nuestro Señor Jesucristo.
"La oración hecha con fe sanará al enfermo; el Señor le restablecerá y le serán
perdonados los pecados que haya cometido. Reconoced, pues, mutuamente
vuestros pecados y orad unos por otros. Así sanaréis, ya que es muy poderosa la
oración ferviente de los fieles" (ST. 5, 15-16).
Jesús murió porque su doctrina revolucionaria despertaba las conciencias
adormecidas de quienes estaban habituados a ver las injusticias que se cometían
en su entorno como actos de la vida cotidiana. Si la muerte de Jesús puede ser
interpretada por los pesimistas como el fracaso de la obra del Mesías, Aquel que
resucitó de entre los muertos, nos enseña que vale la pena y la vida tener un ideal
que le dé sentido a nuestra existencia. Conociendo el valor y constancia del Mesías
en la realización de su obra salvadora, ayudemos a quienes han perdido la fe a
volver a la Iglesia, y trabajemos para que los tales, si desean volver a la fundación
de Cristo, no se sientan solos, sino que se sientan orgullosos de su familia cristiana
y católica.
"Hermanos míos, si uno de vosotros se aleja de la verdad y otro le vuelve al
buen camino, sabed que aquel que convierte de su extravío a un pecador, le
salvará de la muerte y alcanzará el perdón de los pecados, por muchos que sean"
(ST. 5, 19-20).
Quienes viven obsesionados porque se sienten pecadores y por consiguiente
creen que no merecen ser perdonados por Dios, pueden aplicarse los siguientes
textos proféticos:
"Aprended a hacer el bien,
buscad lo justo,
dad sus derechos al oprimido,
haced justicia al huérfano,
abogad por la viuda.
Venid, pues, y disputemos
-dice Yahveh-:
Así fueren vuestros pecados como la grana,
cual la nieve blanquearán.
Y así fueren rojos como el carmesí,
cual la lana quedarán" (IS. 1, 16-17).
"Yo les daré un solo corazón y pondré en ellos un espíritu nuevo: quitaré de su
carne el corazón de piedra y les daré un corazón de carne, para que caminen según
mis preceptos, observen mis normas y las pongan en práctica, y así sean mi pueblo
y yo sea su Dios" (EZ. 11, 19-20).
Tal como recordamos anteriormente, hemos sido llamados a ser miembros del
Cuerpo Místico de Cristo Resucitado. Participar en la Eucaristía, no significa que
asesinamos a Jesús y nos lo comemos como dicen los partidarios de muchas
religiones, sino que, al ser miembros del Cuerpo espiritual de Jesucristo, conforme
nos vamos purificando, vamos uniéndonos más profundamente a nuestro Hermano
y Señor. Este hecho justifica la necesidad que tenemos de recibir la Eucaristía en
estado de gracia, porque, al comulgar, nos hacemos miembros del Cuerpo de
nuestro Salvador, por consiguiente, San Pablo, nos dice:
"Esa copa bendita que bendecimos, ¿no nos hace participar de la sangre de
Cristo? Así como hay un solo pan y todos participamos de él, así también nosotros,
siendo muchos, formamos un solo cuerpo" (1 COR. 10, 16-17).
Concluyamos esta meditación pidiéndole a nuestro Padre común que nos ayude a
desear alcanzar su perfección, para que así podamos vincularnos a nuestro Señor
Resucitado, cuya Pasión, muerte y Resurrección, nos ayudarán a aumentar nuestra
fe, en estos días sagrados.