Alegres monjas urbanas y universitarias
Lejos queda aquél día en el que, Marijose Berzosa, franqueó sin parpadear el
pórtico del claustro. Tenía 18 años y era un día festivo, en la población
burgalesa de Lerma. Atrás quedaba la carrera de Medicina y todo un futuro
que abandonaba para perpetuar la llamada de Cristo.
Este convento, que sería su flamante hogar, estaba compuesto por unas
veinte monjas. La más joven había cumplido ya los 40 años y desde hacía
23 no entraba una postulanta.
Candidez, obediencia e indigencia. Vida contemplativa y nada más. Marijose cambió
su nombre por el de Sor Verónica y su indumentaria por un traje talar, de tela
vaquera, atado a la cintura por un cordel blanco, sandalias todo el año; una celda
como dormitorio, oraciones desde las primeras luces del día, penitencia, disciplina,
quietud, vigilia y labranza, para encontrar a Cristo. Y lo encontró alejada del mundo
exterior y encerrada entre muros y verjas. Una hermana muy mayor, en el lecho de
muerte, le dijo que ella vería cosas grandes. Así acaba de suceder ya que, la Santa
Sede, aprobó que se constituyeran como un instituto femenino de derecho pontificio,
denominado “Iesu communio”.
El monasterio hoy, acoge a jóvenes que anhelan tomar parte del júbilo de estas
religiosas que oran, interpretan canciones y danzan sin abandonar la sonrisa de sus
labios. Alzan los brazos a la eternidad mientras cantan; “Soy de Cristo”.
Las alegres monjas son urbanas y universitarias. El convento está lleno de
licenciadas en derecho, economistas, físicas y químicas; ingenieros de caminos,
industriales, agrícolas y aeronáuticos; maestras, facultativas, farmacéuticas,
biólogas, licenciadas en filosofía y pedagogas.
La madre Verónica atraviesa mis ojos con su mirada limpia, purificada por los
sollozos; ladea la testa con humildad y coge mi mano entre las suyas enflaquecidas:
"Estamos haciendo algo grande por amor a Cristo y necesitamos tiempo". Y se
ausenta transportando su hábito con garbo, del que cuelga un rosario de madera de
pino.
Cuando Marijose arribó al monasterio de Lerma, en 1984, estaban unas 20 monjas
clarisas; hoy son más de 180 hermanas.
La madre Verónica, piadosa y enardecida; de fuerte arranque y débil salud, con los
hombros caídos pero firmes, como si llevara sobre ellos el peso de sus más de 180
hijas, continúa con una gran labor; la siembra del amor a Cristo.
Ni ella misma está al cabo de la calle del misterio del convento de Lerma. Es,
sencillamente, de Cristo.
Clemente Ferrer
Presidente del Instituto Europeo de Marketing
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