Domingo II de Pascua del ciclo A.
Jesús Resucitado se les manifiesta a sus Apóstoles. Meditación sobre la confesión.
Estimados hermanos y amigos:
ES necesario que, no solo durante el tiempo de Pascua, sino durante todos los
días de nuestra vida, aceptemos la Palabra de Dios como un mensaje antiguo y
nuevo, con el que Dios puede iluminar todas las circunstancias características de
nuestra vida. Meditemos un fragmento del capítulo veinte del Evangelio de San
Juan, el cual contiene enseñanzas imprescindibles para nuestro crecimiento
espiritual.
"Aquel mismo domingo por la tarde estaban reunidos los discípulos en una casa,
con las puertas bien cerradas por miedo a los judíos. Se presentó Jesús en medio
de ellos y les dijo: -La paz esté con vosotros" (JN. 20, 19).
El primer relato que vamos a considerar esta ocasión, está basado en el recuerdo
que San Juan tenía de la aparición de nuestro Señor a sus Apóstoles, que tuvo
lugar durante la tarde del día en que Jesús venció la muerte. Aunque Jesús había
tenido muchos seguidores, cuando se propagó la noticia de su crucificción, el
número de los creyentes se redujo a ciento veinte aproximadamente (CF. HCH. 1,
15). Dado que en ciertas circunstancias nuestra fe se debilita por causa del
sufrimiento y de la desconfianza que podemos tener tanto en Dios como en los
hombres, es útil el hecho de meditar el estado en que estaban los Apóstoles de
Jesús, cuando se les manifestó el Mesías. Aunque nuestro Señor se les había
manifestado a las mujeres miróforas, los Apóstoles aún estaban impresionados por
la forma en que aparentemente los enemigos de nuestro Salvador asesinaron a su
Maestro. Dichos seguidores del Hijo de María estaban encerrados porque tenían
miedo de que los judíos tomaran represalias contra ellos por haber sido seguidores
de Jesús.
Quizá podemos caer en la tentación de pensar que es increíble que, a pesar de
haber sido seguidores de Jesús, los Apóstoles tuvieran problemas, no solo para
comprender que el Señor había resucitado tal como lo habían anunciado los
Profetas, sino también para comprender que ellos debían continuar llevando a cabo
la obra que Jesús había empezado. Antes de juzgar a los Apóstoles, es necesario
comprender cómo se encontraban, sobre todo, teniendo en cuenta que, el hecho de
que una persona fuera crucificada, significaba que se la veía como maldita.
Constatemos este hecho en la Biblia:
"Si un hombre, reo de delito capital, ha sido ejecutado y le has colgado de un
árbol, no dejarás que su cadáver pase la noche en el árbol; lo enterrarás el mismo
día, porque un colgado es una maldición de Dios. Así no harás impuro el suelo que
Yahveh tu Dios te da en herencia" (DT. 21, 22-23).
Antes de emitir un juicio prematuro sobre el comportamiento de los Apóstoles de
nuestro Señor, reflexionemos sobre nuestra forma de proceder como cristianos.
¿Reconocemos libremente nuestra fe en el entorno en que vivimos, o la ocultamos
por temor a quedar mal?
Jesús les dijo a sus amigos:
"La paz esté con vosotros" (CF. JN. 20, 19).
¿Cómo es la paz que Jesús quiere para quienes creen en el Dios Uno y Trino?
Nuestro Hermano y Señor les dijo a sus amigos durante la última Cena:
"Os dejo la paz, mi propia paz. Una paz que no es la que el mundo da. No estéis
angustiados, no tengáis miedo" (JN. 14, 27).
"Os he dicho todo esto para que podáis encontrar la paz en vuestra unión
conmigo. En el mundo tendréis sufrimientos; pero ¡ánimo!, yo he vencido al
mundo" (JN. 16, 33).
Muriendo y resucitando, y llevando a cabo las obras de Dios, Jesús venció la
resistencia que el mundo le opone a nuestro Santo Padre para relacionarse con El,
porque la vivencia de la fe que profesamos, nos exige que realicemos cambios en
nuestra vida, y muchas veces adoptamos costumbres que no queremos cambiar,
ora por pereza, ora por miedo. Es importante que quienes sufren por cualquier
causa recuerden las palabras de Jesús que estamos meditando:
"Os he dicho todo esto para que podáis encontrar la paz en vuestra unión
conmigo" (CF. JN. 16, 33).
Podremos perder el trabajo, sufrir enfermedades, y tener desavenencias
familiares y problemas con aquellos amigos de quienes creemos que nunca nos van
a fallar, pero, si permanecemos unidos a Cristo, tendremos asegurado el hecho de
encontrar la paz que tanto deseamos. ¿Nos agobian los problemas? Jesús también
soportó grandes dificultades, y, con tal de demostrarnos que su victoria será la
nuestra, venció la muerte desde la entraña de la misma.
"Y les enseñó las manos y el costado. Los discípulos, al verle, se llenaron de
alegría. Jesús volvió a decirles: -La paz esté con vosotros. Y añadió: -Como el
Padre me envió a mí, así os envío yo a vosotros" (JN. 20, 20-21).
La muerte de Jesús dejó a los Apóstoles sin esperanza. El hecho de que el mismo
Dios se dejara crucificar era totalmente inaceptable para ellos. Las aspiraciones de
los cristianos son tan elevadas que, cuando perdemos la fe, se apodera de nosotros
un desánimo muy difícil de sobrellevar. Jesús quiere que sus Apóstoles seamos la
luz del mundo, una luz que no se oculta, sino que resplandece siempre en medio de
las tinieblas, por muy densas que estas sean. Recordemos las siguientes palabras
de Jesús:
"Vosotros sois la luz del mundo. Una ciudad situada en lo alto de una montaña no
puede ocultarse. Tampoco se enciende una lámpara y se la tapa con una vasija. Al
contrario, se la pone en alto, de manera que alumbre a todos los que están en la
casa. Pues así debe alumbrar vuestra luz delante de los demás, para que todos
vean el bien que hacéis y alaben por ello a vuestro Padre celestial" (MT. 5, 14-16).
Jesús no solo se les apareció a sus Apóstoles para consolarlos, sino para decirles
que debían continuar su obra evangelizadora. Este hecho nos es útil a nosotros
porque, a pesar de nuestros fallos, Dios siempre nos da la oportunidad de empezar
desde cero, como si acabáramos de conocerlo. ¿Dejaremos enfriar nuestro primer
amor (CF. AP. 2, 4)? ¿Dejaremos de alimentar la ilusión que nos embargó cuando
descubrimos que nacemos, vivimos y morimos para Dios, porque El le da sentido a
nuestra vida? Levantémonos cada día con la intención de empezar a realizar
nuestras actividades cotidianas renovando nuestra fe, renovando el primer amor
con que nos entregamos a nuestro Padre común.
"Sopló sobre ellos y les dijo: -Recibid el Espíritu Santo" (JN. 20, 22).
¿Cómo podemos sentir que hemos recibido el Espíritu Santo? Podemos sentir que
el Espíritu de Dios nos guía a la presencia de Dios, si actuamos contra corriente con
respecto a nuestros problemas. ¿Creemos que no podemos superar un problema?
Si ello es cierto, que no sea por no haberlo intentado, porque, si confiamos en Dios,
nuestro Santo Padre no dejará de premiar la fe que depositamos en El. Jesús les
dijo a sus amigos con respecto al Espíritu Santo:
"Si me amáis de verdad, obedeceréis mis mandamientos, y yo rogaré al Padre
para que os envíe otro Abogado que os ayude y esté siempre con vosotros: el
Espíritu de la verdad. Los que son del mundo no pueden recibirle, porque ni le ven
ni le conocen; vosotros, en cambio, le conocéis, porque vive en vosotros y está en
medio de vosotros" (JN. 14, 15-17).
"Os he dicho todo esto durante el tiempo de mi permanencia entre vosotros .
Pero el Abogado, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, hará
que recordéis cuanto yo os he enseñado y os lo explicará todo" (JN. 14, 25-26).
Las citadas palabras de Jesús, no solo eran aplicables a los Apóstoles, pues
también se cumplen en nosotros.
"Cuando venga el Espíritu de la verdad, os guiará para que podáis entender la
verdad completa. No hablará por su propia cuenta, sino que dirá únicamente lo que
ha oído y os anunciará las cosas que han de suceder" (JN. 16, 13).
"A quienes perdonéis los pecados, les quedarán perdonados; a quienes no se los
perdonéis, les quedarán sin perdonar" (JN. 20, 23).
El Sacramento de la Penitencia es objeto de polémica, no solo para los cristianos
separados de nuestra Iglesia que no aceptan nuestra fe, sino para muchos
católicos. ¿Cómo pudo Jesús darles la responsabilidad de perdonarnos y retenernos
los pecados a sus ministros, si puede suceder que los tales no nos comprendan y
consecuentemente actúen contradiciendo la voluntad de Dios? os propongo una
meditación sobre el Sacramento de la Penitencia, -que he escrito respondiendo las
dudas de mis lectores-, la cual espero que os sea provechosa.
¿En qué consiste la confesión? Confesarnos es arrepentirnos del mal que hemos
hecho, y tomar la firme resolución de no volver a cometer los pecados que
confesamos, y, por supuesto, ningunos otros. El arrepentimiento con que nos
confesamos tiene que ser sincero, y no una acción teatral de Adviento y Semana
Santa. Si cometemos un pecado, nos confesamos, y volvemos a cometer el mismo
pecado conscientemente, Dios, al comprender que utilizamos el Sacramento de la
Penitencia para pasar el tiempo haciendo algo, no nos concederá su perdón. Quizá
nos preguntamos: ¿No se nos ha dicho siempre que Dios perdona todos nuestros
pecados? He de responder esta pregunta diciendo que Dios perdona nuestros
pecados siempre que nuestro arrepentimiento sea sincero, y que hay un pecado
que Dios no puede perdonarnos, porque consiste en la negación por nuestra parte a
amar a Dios, a nuestros prójimos y quizá incluso hasta amarnos a nosotros, lo cual
es una situación difícilmente superable.
Jesús nos dice:
"Por eso os digo que a los hombres se les perdonarán todos sus pecados y todas
sus blasfemias. Lo que no se les perdonará es que blasfemen contra el Espíritu
Santo. Incluso si alguien habla contra el Hijo del Hombre (Jesús es el Hijo del
hombre), será perdonado; pero el que hable en contra del Espíritu Santo, no será
perdonado ni en este mundo ni en el venidero" (MT. 12, 31-32).
Una de las razones por las que no incumplimos las leyes cívicas, consiste en
evitar el castigo que ello puede acarrearnos. Personalmente no soy partidario de
hacer que mis lectores sientan miedo con respecto a Dios porque la eliminación del
miedo de nuestros corazones constituyó una de las grandes batallas de Jesús, pero
el Dios Uno y Trino nos ama, y, aunque su capacidad de perdonarnos carece de
límites, debemos pensar que, de la misma manera que nuestros familiares y
amigos se ofenden cuando no actuamos correctamente con ellos, Dios también
puede sentirse herido cuando actuamos incumpliendo su voluntad, la cual consiste
en hacernos felices. Recordemos que Dios no tiene más necesidad de nosotros que
la que le impone el amor con que nos ama.
En nuestros días, muchos de nuestros hermanos han dejado de confesarse, quizá
porque ven el Sacramento de la Penitencia, -como me ha escrito una lectora de
Argentina-, como "la oportunidad del clero de ejercer sobre nosotros el poder
psicológico que necesita para controlarnos".
Al recelo que muchos católicos sienten respecto de los sacerdotes, se vincula la
presión que muchos cristianos no católicos ejercen contra nosotros, para que nos
confesemos con Dios en oración, sin recurrir a ningún sacerdote, con la excusa de
que Dios es el único que puede perdonarnos los pecados.
¿Existe alguna diferencia entre el perdón que nos otorga nuestro sacerdote
confesor y el perdón divino? Tal diferencia no existe, porque el sacerdote es el
instrumento de que Dios se vale para perdonarnos los pecados, que le confesamos
en un principio, si no lo hacemos por amor a la Santísima Trinidad, lo hacemos para
tomarnos la confesión en serio, mientras que dicho amor madura, por la vergüenza
que causa el hecho de contarle nuestros pecados a un hombre.
Dios es el único que puede perdonarnos los pecados.
Jesús le dijo a un paralítico que fue llevado por varios amigos suyos a su
presencia, con el fin de que le restableciera la salud.
"-Hijo, tus pecados quedan perdonados" (CF. MC. 2, 5).
Las siguientes palabras de Jesús, nos ayudan a valorar la importancia del
Sacramento de la Penitencia, porque Jesús nos recuerda que vino al mundo a
reconciliar a la humanidad con nuestro Santo Padre.
"-No necesitan de médico los que están sanos, sino los que están enfermos. Yo
no he venido a llamar a los buenos, sino a los pecadores" (CF. MC. 2, 17).
¿Por qué vino Jesús a llamar a la conversión a los pecadores, en vez de
compadecerse de los justos? San Juan responde esta pregunta, en los siguientes
términos:
"Si alardeamos de no cometer pecados, somos unos ilusos y unos mentirosos. Si,
por el contrario, reconocemos nuestros pecados, Dios, que es fiel y justo, nos los
perdonará y nos purificará de toda iniquidad. Si alardeamos de no haber pecado,
dejamos a Dios por mentiroso; además, ponemos en evidencia que no hemos
acogido su mensaje" (1 JN. 1, 8-10).
Jesús quiere que nos confesemos con sus ministros. San Pablo nos recuerda esta
realidad.
"Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el
ministerio de la reconciliación. Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo
consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres, sino poniendo
en nosotros la palabra de la reconciliación. Somos, pues, embajadores de Cristo,
como si Dios exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os suplicamos:
¡reconciliaos con Dios!" (2 COR. 5, 18-20).
La Iglesia es el pueblo de Dios, y, como todo lo que está relacionado con Dios no
puede tener relación con el pecado, quienes reciben la absolución de sus pecados,
son reincorporados a la fundación de nuestro Señor Jesucristo.
"Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo
que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo" (MT. 16, 18).
"Atar" y "desatar", equivale a la potestad de los ministros de Cristo de decidir
quiénes son aptos para formar parte de la Iglesia de Cristo, la cual, no puede ser
santa, si sus hijos están manchados por el pecado.
"Vosotros, los maridos, amad a vuestras mujeres, como Cristo amó a la Iglesia.
Por ella entregó su vida a fin de consagrarla a Dios, purificándola por medio del
agua y por la palabra. Se preparó así una Iglesia radiante, sin mancha, ni arruga, ni
nada semejante; una Iglesia santa e inmaculada" (EF. 5, 25-27).
Sigamos meditando el pasaje del Evangelio de San Juan correspondiente a la
Misa que celebramos hoy.
"Tomás, uno del grupo de los doce, a quien llamaban "el Mellizo", no estaba con
ellos cuando se les apareció Jesús. Le dijeron más tarde los otros discípulos: -
Hemos visto al Señor. Tomás les contestó: -Si no veo en sus manos la señal de los
clavos; más aún, si no meto mi dedo en la señal dejada por los clavos y mi mano
en la herida del costado, no lo creeré. Ocho días después se hallaban también
reunidos en casa todos los discípulos, y Tomás con ellos. Aunque tenían las puertas
bien cerradas, Jesús se presentó allí en medio y les dijo: -La paz esté con vosotros.
Después dijo a Tomás: -Trae aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y
métela en mi costado. Y no seas incrédulo, sino creyente. Tomás contestó: -¡Señor
mío y Dios mío! Jesús le dijo: -¿Crees porque has visto? ¡Dichosos los que crean sin
haber visto!" (JN. 20, 24-29).
Quizá nos escandalizamos de que Santo Tomás Apóstol no creyera que Jesús
había resucitado, e incluso muchos utilizan el hecho de que un Apóstol de Jesús no
creyera en el Señor para rechazar nuestra fe, pero pocos son los que recuerdan el
amor que Santo Tomás llegó a sentir por Jesús. Recordemos que cuando Lázaro
murió, los Apóstoles tenían miedo de ir a Galilea, dado que los judíos habían
intentado apedrear al Señor hacía poco tiempo. Atendamos a las palabras con que
San Juan habla de Santo Tomás en su Evangelio:
"Tomás, apodado "el Mellizo", dijo a los otros condiscípulos: -¡Vamos también
nosotros, para morir con él!" (JN. 11, 16).
Tomás amaba mucho a Jesús, pero, cuando el Señor murió, perdió totalmente la
fe. Con respecto a quienes critican a dicho Apóstol del Señor, tengo que decirles
que quienes creemos en Dios, no tenemos fe porque hemos leído la Biblia, sino
porque tenemos la certeza de que Dios se ha manifestado en nuestra vida.
Tenemos mérito porque creemos en Dios sin haberlo visto, porque hemos
reconocido que nuestro Padre común se ha manifestado en nuestra vida.
Concluyamos esta meditación pidiéndole a nuestro Padre y Dios que complete
nuestra purificación, y que nos ayude a ser los instrumentos mediante los que la
humanidad lo acepte, ame y respete, para que llegue el día en que nuestra tierra
sea su Reino. Amén.
(José Portillo Pérez
joseportilloperez@gmail.com