Domingo VI de Pascua del ciclo A.
Cumplamos los mandamientos de Jesús, y dispongámonos a recibir el Espíritu
Santo.
1. Cumplamos los mandamientos de Jesús.
Estimados hermanos y amigos:
Gracias a Dios, la libertad de prensa se ha extendido por muchos países con el
paso del tiempo, y, en consecuencia, siempre que cumplamos las leyes cívicas de
los países en que habitamos, podemos expresarnos libre y respetuosamente con
respecto a cualquier tema. No debemos confundir la libertad de prensa con el hecho
de expresarnos sin respeto alguno, ni aunque se dé el caso de que hablemos de
quienes tienen una ideología diferente a la nuestra.
Si somos libres porque la esclavitud no existe en nuestros países, e incluso
nuestra religión nos indica que Dios nos ha creado para que seamos libres, ¿por
qué debemos cumplir los mandamientos de Jesús? Nuestro Señor nos respondió
claramente la pregunta que nos hemos planteado en el Evangelio que meditamos el
Domingo de la semana pasada, así pues, recordemos lo que Jesús nos dijo el
Domingo V de Pascua:
"-Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie puede llegar hhasta el Padre si no
es por mí" (CF. JN. 14, 6).
En su exposición del sermón del monte de nuestro Señor, San Mateo puso en
boca de Jesús, las siguientes palabras:
"Todo aquel que escucha mis palabras y obra en consecuencia, puede compararse
a un hombre sensato que construyó su casa sobre un cimiento de roca viva.
Vinieron las lluvias, se desbordaron los ríos y los vientos soplaron violentamente
contra la casa; pero no cayó porque estaba construida sobre un cimiento de roca
viva" (MT. 7, 24-25).
Antes de ser entregado por Judas a sus enemigos, Jesús les dejó su testamento a
sus Apóstoles, el cual también nos repercute a nosotros, no solo porque tenemos la
dicha de orar y predicar el Evangelio, sino porque somos el objeto directo del amor
del Dios Uno y Trino. Hacernos depositarios del testamento de Jesús, significa que
estamos dispuestos a imitar a nuestro Salvador, de quien San Juan escribió en su
Evangelio:
"Era la víspera de Pascua. Jesús sabía que le había llegado la hora de dejar este
mundo para ir al Padre. Y él, que había amado siempre a los suyos que estaban en
el mundo, llevó su amor hasta el fin. Se habían puesto a cenar, y el diablo había
metido ya en la cabeza de Judas Iscariote, hijo de Simón, la idea de traicionar a
Jesús. Con plena conciencia de haber venido del Padre y de que ahora volvía a él, y
perfecto conocedor de la plena autoridad que el Padre le había dado, Jesús se
levantó de la mesa, se quitó el manto, tomó una toalla y se la ciñó a la cintura.
Después echó agua en una palangana y se puso a lavar los pies de los discípulos y
a secárselos con la toalla que llevaba a la cintura" (JN. 13, 1-5).
A pesar de que Jesús sabía que Judas lo iba a traicionar, quiso despedirse de sus
amigos haciendo con ellos lo único que sabía hacer, es decir, servirlos. Aunque
nuestro Señor hizo en favor de sus discípulos un trabajo que les estaba reservado a
los esclavos extranjeros y a las mujeres, nuestro Salvador no se consideró esclavo,
sino siervo de sus amigos, indicando que, sus verdaderos seguidores, por el único
interés que se afanan, es la posibilidad de servir a sus prójimos los hombres.
Si comparamos los cuatro relatos de los Evangelistas de la última Cena de Jesús
con sus discípulos, podemos constatar que San Juan, a pesar de que le dedicó el
capítulo seis de su Evangelio al Sacramento de la Eucaristía, no narró la institución
del citado Sacramento tal como hicieron los Santos Mateo, Marcos y Lucas, porque,
el lavatorio de los pies, -que fue omitido por los otros Evangelistas en sus
narraciones de la última Cena del Señor con sus seguidores-, significa la donación
de la que es símbolo la Eucaristía.
Al leer los capítulos 13-17 del Evangelio de San Juan, nos percatamos de cómo
Jesús quiere que inspiremos nuestras vivencias en la imitación de su forma de
servir desinteresadamente a los hommbres, así pues, el Mesías les dijo a sus
Apóstoles unas palabras que nos son muy provechosas a nosotros.
"Os doy un mandamiento nuevo: Amaos unos a otros; como yo os he amado, así
también amaos los unos a los otros. Vuestro amor mutuo será el distintivo por el
que todo el mundo os reconocerá como discípulos míos" (JN. 13, 34-35).
"Si vivís unidos a mí y mi mensaje sigue vivo en vosotros, pedid lo que queráis y
lo obtendréis. En honor de mi Padre redunda el que produzcáis fruto en abundancia
y os manifestéis así como discípulos míos. Como el Padre me ama a mí, así os amo
yo a vosotros. Permaneced en mi amor. Pero sólo permaneceréis en mi amor si
observáis mis mandamientos, lo mismo que yo he observado los mandamientos de
mi Padre y permanezco en su amor. Os he dicho esto para que participéis en mi
alegría y vuestra alegría sea completa. Mi mandamiento es éste: Amaos los unos a
los otros como yo os he amado. El amor supremo consiste en dar la vida por los
amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando" (JN. 15, 7-14).
Jesús nos dice que somos sus amigos si hacemos lo que El nos manda, lo cual no
debe interpretarse como que el amor de nuestro Salvador es meramente interesado
y egoísta, pues no ignoramos que, el hecho de cumplir los mandamientos del Dios
del amor, nos reporta la consecución de la plenitud de la felicidad.
2. Dispongámonos a recibir el Espíritu Santo.
Jesús nos dice en el Evangelio de hoy:
"Si me amáis de verdad, obedeceréis mis mandamientos, y yo rogaré al Padre
para que os envíe otro Abogado que os ayude y esté siempre con vosotros: el
Espíritu de la verdad. Los que son del mundo no pueden recibirle, porque ni le ven
ni le conocen; vosotros, en cambio, le conocéis, porque vive en vosotros y está en
medio de vosotros" (JN. 14, 15-17).
Jesús quiere hacer el siguiente pacto con nosotros: Si cumplimos sus
mandamientos, demostrándole con ello nuestro amor al Dios Uno y Trino, El nos
enviará al Espíritu Santo, quien, con sus dones, nos alcanzará la santificación de
nuestra alma. Es importante constatar que Jesús no solo nos envía al Espíritu Santo
por Sí mismo, ni le pide al Padre que nos envíe al Paráclito, sino que le ruega a
nuestro Creador que nos santifique con los dones del Defensor que recibimos
cuando le abrimos el corazón a Dios, para demostrarnos el gran deseo que tiene de
que vivamos en la presencia de nuestro Santo Padre. Jesús no tiene necesidad de
rogarle nada al Padre porque El también es Dios, pero es difícil saber qué es más
grande en nuestro Salvador, si su humildad, o el deseo que tiene de que finalice el
tiempo en que tenemos que ser probados, con tal de que seamos aptos de vivir en
su presencia.
Jesús nos dice en el Evangelio de hoy que quienes no son creyentes no pueden
recibir el Espíritu Santo, porque ni ven ni conocen al Paráclito. ¿Conocemos
nosotros al Espíritu Santo? ¿Tenemos alguna manera de saber que el Defensor que
Jesús nos ha enviado está con nosotros? De la misma manera que solo podemos
comprender que Dios existe por la fe que tenemos en El, podemos constatar la
presencia del Espíritu Santo en nosotros, cuando cumplimos la voluntad de nuestro
Padre común. Un ejemplo de ello es el hecho de orar, pues San Pablo, nos dice:
"Somos débiles, pero el Espíritu viene en nuestra ayuda. No sabemos lo que nos
conviene pedir, pero el Espíritu intercede por nosotros con gemidos inexpresables.
Y Dios, que sondea lo más profundo del ser, conoce cuáles son las aspiraciones de
ese Espíritu que intercede por los creyentes en plena armonía con la divina
voluntad" (ROM. 8, 26-27).
Si nos comparamos con Jesús, podemos pensar, -con razón-, que por nuestros
medios no podemos igualarnos a nuestro Salvador, pero, si dejamos que el Espíritu
Santo nos impulse a cumplir la voluntad de Dios, nos asombraremos al ver cómo
mejora la calidad de nuestra vida y de nuestra espiritualidad. En un tiempo en que
la mayoría de los habitantes del mundo siguen viviendo bajo el umbral de la
pobreza, y en que nuestra fe es rechazada por mucha gente, los católicos, si
aceptamos el hecho de cumplir los mandamientos de Jesús, tenemos que anunciar
sin descanso la necesidad de la salvación que todos tenemos. Cuando hablamos de
la salvación, pensamos en el hecho de vivir en la presencia de Dios, pero no
pensamos en sentirnos salvos a partir de nuestras circunstancias actuales.
Lo he dicho en algunas de mis meditaciones, y nunca me cansaré de repetirlo, a
pesar del riesgo que corro de ser pesado: Necesitamos sentirnos salvos en este
mundo, cuando constatamos cómo mejora la salud de los enfermos, cómo se
renuevan las ganas de vivir de los fracasados y de buscar nuevas oportunidades
para realizarse en todos los niveles de la vida en conformidad con sus
posibilidades... Necesitamos experimentar la salvación venciendo todas las
situaciones de pobreza y de marginación social. Si la superación de nuestras
dificultades no puede simbolizar la abundancia de dones con que Dios nos
santificará para que vivamos en su Reino de amor y paz porque no superamos las
mismas, ¿cómo podremos creer en el Dios que no podemos ver?