El Papa que no se bajó de su cruz
Aquel grito espontáneo de “¡Santo súbito!” que surgió de la multitud congregada en
la Plaza de San Pedro al conocer el fallecimiento del gran Papa Juan Pablo II, está a
punto de cumplirse, dentro de unos días.
La vida de Juan Pablo II fue un inmenso sí a Dios, tal y como quedó patente en la
hora de su muerte. En un mundo que no entiende el sufrimiento y reniega del
dolor, Juan Pablo II no se bajó de su cruz particular. Nos mostró así que el
sufrimiento aceptado por amor a Dios y a los demás, es una fuerza redentora, una
fuerza de amor no menos poderosa que los grandes actos que había realizado en la
primera parte de su pontificado. Llegó al final del camino de cualquier ser humano
navegando en las aguas de la enfermedad. Aquejado de serios problemas de salud
desde el atentado de 1981, vivió las últimas semanas, hasta su muerte, una larga
agonía con altibajos esperanzadores, desarrollada bajo los objetivos de las cámaras
de televisión de todo el planeta.
Creo, que en la retina de muchos quedaron aquellas fotografías desde su capilla
privada mientras seguía a través de una pantalla televisiva abrazado a un crucifijo
de madera el rezo del Vía Crucis que tenía lugar en el Coliseo, la última Semana
Santa de su vida terrena. No ocultó en ningún momento el dolor ni el sufrimiento.
Gracias Juan Pablo por tu ejemplo y no te olvides de los que sufren también el dolor
de una enfermedad, para que sepan llevarla con el Amor que tú nos enseñaste.
Elena Baeza Villena