Domingo XIV del tiempo Ordinario, ciclo A.
Cumplamos la voluntad de Dios.
Los días uno y dos del presente mes de Junio, los católicos hemos celebrado el
amor que nos ha sido manifestado por medio de los Sagrados Corazones de Jesús y
María. Vivimos en un mundo en que, quienes desean ser conocidos de mucha
gente, no tienen más remedio que realizar grandes actos que les ayuden a lograr
su propósito. A este respecto, nos llama la atención el contraste existente entre la
forma de proceder de quienes tienen que esforzarse para darse a conocer haciendo
todo lo posible para deshacerse de quienes les hacen la competencia, y la forma de
actuar de Dios, quien, desde la eternidad, y a veces valiéndose de sus fieles
siervos, consigue llevar a cabo el propósito de redimir a sus hijos, lo cual es la
mayor obra llevada a cabo en todos los tiempos, aunque la misma es tan
desconocida, que da la apariencia de haberse realizado en el más absoluto secreto.
En la primera lectura correspondiente a la Eucaristía que celebramos hoy,
Zacarías nos habla de un Mesías humilde, el cual, a pesar de actuar como cualquier
judío exceptuando las ocasiones en que obró con su poder divino, logró cumplir la
voluntad de nuestro Padre común, la cual consiste en hacernos aptos para que
vivamos en su presencia. El Evangelio que meditamos en esta ocasión (MT. 11, 28-
30), puede ser visto como un relato que les infundía ánimo a los creyentes del
Señor para que tuvieran fe en el Mesías, o como un relato utilizado para reprender
a los enemigos del Hijo de María, los cuales no creyeron en el predicador del Reino
de Dios.
Jesús vino a la tierra para cumplir la voluntad de Dios, así pues, ello debería ser
la razón que impulsa a vivir a los cristianos, en conformidad con el cumplimiento de
la voluntad del Dios Uno y Trino. Recordemos el siguiente texto:
"Vosotros debéis orar así: Padre nuestro, que estás en los cielos; santificado sea
tu nombre. Venga tu reino. Hágase tu voluntad en la tierra como se hace en el
cielo" (MT. 6, 9-10).
Jesús nos enseñó a dirigirnos en oración al Padre nuestro que está en el cielo.
Dado que Dios es espiritual y tiene la capacidad de estar en todas partes, muchos
teólogos no perciben el cielo como un lugar, sino como el hecho de que
experimentemos la presencia de nuestro Padre común en cada momento de
nuestra vida.
Cuando Jesús les enseñó la oración del Padre nuestro a sus oyentes, lo primero
que quiso que los tales se acostumbraran a pedirle a nuestro Padre común, es que
nos haga conscientes del deber que tenemos de santificar su nombre. Santificar el
nombre de Dios, significa que debemos respetarlo y demostrarle este hecho por
medio de una vida ejemplar, a pesar de que vivimos en un mundo sin fe, y que nos
comprometemos a predicar el Evangelio, con el fin de que la mayor cantidad de
gente posible, ame, respete y adore a nuestro Padre común. El hecho de no amar a
Dios, puede inducirnos, no solo a no amar a nuestros prójimos, sino hasta a
despreciarnos a nosotros mismos.
Santifiquemos el nombre de Dios conociendo su Palabra y su voluntad.
Santifiquemos el nombre de Dios asistiendo a las celebraciones litúrgicas y
participando activamente en las mismas.
Santifiquemos el nombre de Dios valiéndonos de nuestro buen ejemplo de vida
cristiana en un mundo en que Dios es considerado como una idea subjetiva que
albergan en la mente quienes carecen de cultura o sufren por algún motivo.
Santifiquemos el nombre de Dios dedicándoles tiempo a la predicación del
Evangelio, a socorrer a los pobres, enfermos y solitarios en sus necesidades, y a
colaborar con quienes, tanto dentro como fuera de la Iglesia, se dedican a hacer el
bien.
Si vivimos teniendo como nuestra prioridad más importante la santificación del
nombre de Dios, desearemos pedirle a nuestro Padre común que concluya la
instauración de su Reino entre nosotros, porque existen muchas causas en este
mundo que les impiden a los hombres alcanzar la plenitud de la felicidad. Por la fe
que profesamos, tenemos la firme creencia de que Dios convertirá este mundo en
un Paraíso en que no existirá el mal, porque todos los recursos de la tierra serán
repartidos equitativamente, y todos tendremos la dicha de pertenecer al único
estamento social que existirá, el cual estará constituido por los hijos de Dios.
El Reino de Dios no debe ser considerado como una utopía que jamás podrá
realizarse plenamente, pues debemos hacer lo posible para vivir como miembros
del mismo. Si creemos que el Reino de Dios ya está entre nosotros (CF. LC. 17,
21), nos es necesario esforzarnos por sentir que realmente vivimos en la presencia
de Dios. Esta es la razón por la que debemos actuar en conformidad con nuestras
posibilidades, alimentando a quienes no pueden ganarse el sustento, sanando a los
enfermos, y socorriendo a quienes tienen cualquier tipo de carencia, para que así
podamos experimentar un anticipo de la dicha eterna que aguardamos.
Es importante que se haga la voluntad de Dios según le pedimos a nuestro Santo
Padre que suceda por medio de la oración que Jesús nos enseñó, porque la
voluntad de nuestro Padre común consiste en que alcancemos la plenitud de la
dicha. Esta es la razón por la que leemos en el libro de los Salmos:
"Tu voluntad es mi delicia, no olvidaré tus palabras.
Haz bien a tu siervo: viviré y cumpliré tus palabras;
ábreme los ojos y contemplaré las maravillas de tu voluntad" (SAL. 119, 16-18).
Recordemos el siguiente fragmento del sermón eucarístico de Jesús:
"Ellos le preguntaron: -¿Qué debemos hacer para portarnos como Dios quiere?
Jesús respondió: -Lo que Dios espera de vosotros es que creáis en su enviado... Y
lo que el Padre desea es que yo no pierda a ninguno de los que él me ha confiado,
sino que los resucite en el último día" (JN. 6, 28-29. 39).
La voluntad de Dios consiste en que creamos en Jesús sinceramente, -pues ello
hará de nosotros imitadores de nuestro Salvador-, y en que Jesús, después de
concluir nuestra purificación, nos haga aptos para que podamos vivir en la
presencia del Dios Uno y Trino. Esta es la razón por la que San Pablo les escribió a
los cristianos de Roma:
"Ahora, pues, ninguna condena pesa ya sobre aquellos que están injertados en
Cristo Jesús" (ROM. 8, 1).
¿Cómo nos conviene vivir a quienes deseamos ser imitadores de Cristo para que
podamos lograr nuestro propósito? San Pablo nos instruye:
"Sed diligentes en el trabajo, espiritualmente dispuestos, prontos para el servicio
del Señor. Que la esperanza os mantenga alegres, las dificultades no os hagan
perder el ánimo y la oración no cese en vuestros labios" (ROM. 12, 11-12).
Si queremos ser imitadores de Jesús, y vivir como una gran familia de hermanos,
debemos dedicarle mucho tiempo a la predicación del Evangelio, y tener mucho
amor y paciencia con quienes tienen una fe más débil que la nuestra, y costumbres
que no "encajan" con nuestros hábitos.
"Nosotros, los que tenemos una fe bien formada, debemos prescindir de nuestro
propio gusto y cargar con las debilidades de los que tienen todavía una fe vacilante.
Procuremos cada uno de nosotros agradar a los demás, buscando su bien y su
crecimiento en la fe" (ROM. 15, 1-2).
Desgraciadamente, cuando se les habla a muchos cristianos de las ventajas de
agradar a los demás, los tales se exaltan, porque creen que, el hecho de agradar a
otras personas, consiste en que renuncien a su fe. Nosotros no debemos ni
podemos imponerles nuestras creencias a la fuerza a quienes nos rodean, así pues,
si queremos que los tales nos respeten, debemos respetarlos a ellos. ¿Qué nos dice
San Pablo con respecto a este tema que tantas divisiones causa entre quienes
predicamos el Evangelio?
"Soy plenamente libre; sin embargo, he querido hacerme esclavo de todos para
ganar a todos cuantos pueda. Con los judíos me conduzco como judío, para ganar a
los judíos. con los que se atienen a la ley de Moisés, actúo como si fuera uno de
ellos con tal de ganarlos, yo que no me considero sujeto a esa ley. Igualmente,
ajusto mi conducta a la de aquellos que no se atienen a la ley de Moisés, con el fin
de ganarlos, yo que realmente no estoy al margen de la ley de Dios, dado que mi
ley es Cristo. Con los poco formados en la fe, procedo como si yo también lo fuera,
a ver si así los gano. A todos traté de adaptarme totalmente, para conseguir,
cueste lo que cueste, salvar a algunos. Todo sea por amor al mensaje de salvación,
de cuyos bienes prometidos espero participar" (1 COR. 9, 19-23).
Jesús nos dice en el Evangelio de hoy:
"Venid a mí todos los que estéis cansados y agobiados, y yo os daré descanso!"
(MT. 11, 28).
Mientras que en estos días en que estamos empezando el periodo vacacional más
importante del año muchos saben del cansancio de vivir bajo su eterna rutina,
muchos más son los que conocen más el agobio que les producen sus dificultades,
que la impaciencia por desaparecer unos días o semanas de su entorno, con el fin
de reponer energías, para posteriormente a ello seguir realizando sus actividades
ordinarias. Jesús quiere congregarnos en su presencia a todos los que sufrimos por
alguna causa para hacernos descansar, pero, como veremos seguidamente, Jesús
no quiere mandarnos de vacaciones para que descansemos de nuestra rutina, pues,
aunque ello no es perjudicial para nosotros, el Señor tiene una manera de proceder
diferente a la nuestra.
"¡Poned mi yugo sobre vosotros y aprended de mí que soy sencillo y humilde de
corazón! Así encontraréis descanso para vuestro espíritu, porque mi yugo es fácil
de llevar, y mi carga ligera" (MT. 11, 29-30).
Llevar el yugo de Jesús, significa para nosotros cumplir la voluntad de Dios, a
pesar de los defectos y dificultades característicos, tanto de nuestra vida, como de
quienes encontremos en nuestro camino de purificación. Sé que muchos de
nuestros hermanos piensan: Si no podemos con nuestros problemas, ¿cómo
pretende Jesús hacernos descansar cargando con las cruces de nuestros prójimos?
Jesús nos dice que El es humilde y sencillo de corazón, lo cual no significa que no
conoció las penalidades de sus hermanos los hombres, sino que las aceptaba y
convivía con ellas, y encontraba el descanso que necesitaba en el amor espontáneo
que encontraba en muchos de quienes servía desinteresadamente. Cuando tenía
diecinueve años, me ofrecí como voluntario para ayudar a una joven sordociega a
moverse sin ayuda de otras personas y a ordenar sus apuntes en el centro en que
cursaba sus estudios, sin sospechar que iba a surgir una gran amistad entre
nosotros. Hay problemas que se solucionan mejor confrontándolos que dejándolos
pendientes, y cuando los tales se solventan en comunidad, surge una felicidad
espontánea, que no merece la pena desaprovechar, porque a veces son más las
penas que las alegrías las que conforman nuestra vida.
Si nos servimos desinteresadamente, y si confiamos en nuestros prójimos,
aunque de vez en cuando alguno de ellos "nos dé una puñalada por la espalda",
comprenderemos por qué es fácil de llevar el yugo de Jesús, y en qué sentido es
ligera la carga que conformó la cruz en que Jesús consumó nuestra redención.
Concluyamos esta meditación pidiéndole a nuestro Padre y Dios que nos inspire el
deseo de hacer del cumplimiento de su voluntad la principal prioridad de nuestra
vida, para que así trabajemos en la construcción de una sociedad en que todos
seamos hermanos, y así podamos pregustar la dicha eterna a que hemos sido
llamados. Amén