Domingo XV Ordinario del ciclo A.
Adoremos y sirvamos al Sembrador de la Palabra de Dios en nuestros
corazones.
Jesús es el Sembrador que protagoniza la parábola que nos recuerda la Iglesia
por medio del Evangelio que meditamos este Domingo XIV Ordinario del ciclo A
(MT. 13, 1-23). El corazón de Jesús siempre es un mar de sentimientos amorosos
con que nuestro Redentor desea concedernos su seguridad en nuestras
inseguridades, para que no exista ningún motivo que nos impida concluir nuestro
proceso de purificación, para que seamos aptos para vivir en la presencia del Dios
Uno y Trino.
Jesús es un Sembrador que ama su trabajo. Todos los que hemos tenido la
oportunidad de trabajar hemos deseado muchas veces que concluyan nuestras
jornadas laborales para estar en compañía de nuestros familiares o para dedicarnos
a realizar las actividades de ocio que más nos gustan, pero nuestro Señor es un
trabajador muy especial, porque, sin ser coaccionado, renuncia a Sí mismo, para
poder vivir consagrado a la santificación de sus hermanos los hombres. No es mi
deseo que los trabajadores entiendan al leer esta meditación que intento
persuadirles de que dejen de desear seguir superándose y que se conformen en su
situación actual aunque en algunos casos la misma sea pésima, porque no es esa
mi pretensión, pues solo quiero recordar la actitud sacrificial de nuestro Salvador,
quien, teniendo la posibilidad de pensar únicamente en Sí mismo, se "gastó" por la
salvación de la humanidad.
Los cristianos hemos sido llamados a imitar al Sembrador de la Palabra de Dios
en nuestros corazones, porque, aunque no todos tenemos la vocación de predicar el
Evangelio, por medio de nuestro ejemplo de vida, tenemos la posibilidad de
transmitirle al mundo el pensamiento de que es posible creer en Dios, y, por
consiguiente, que es comprensible el hecho de profesarle a nuestro Santo Padre
una fe viva, manifestada por medio de nuestros pensamientos, obras y palabras.
Obviamente, no somos tan buenos sembradores como lo es Jesús, pero ello no nos
impide llevar a cabo la apasionante tarea de realizarnos, al mismo tiempo que
contribuimos a la santificación de nuestros prójimos los hombres.
Jesús esparce sus semillas generosamente por el mundo, valiéndose de la
incondicional ayuda del Espíritu Santo, la Biblia, los documentos de la Iglesia, y los
predicadores de la citada institución. A este respecto, es bueno recordar el
siguiente extracto de la primera lectura de la Eucaristía que estamos celebrando:
"Como descienden la lluvia y la nieve de los cielos
y no vuelven allá, sino que empapan la tierra,
la fecundan y la hacen germinar,
para que dé simiente al sembrador y pan para comer,
así será mi palabra, la que salga de mi boca,
que no tornará a mí de vacío,
sin que haya realizado lo que me plugo
y haya cumplido aquello a que la envié" (IS. 55, 10-11).
Jesús esparce sus semillas generosamente en nuestros corazones. ¿Cómo
esparcimos las semillas que hemos recibido del Espíritu Santo en el ambiente en
que vivimos?
El hecho de que somos sembradores imperfectos, hace posible que no
fructifiquen todas las semillas que sembramos, porque a veces las mismas son de
mala calidad, o porque a veces, el terreno en que las sembramos, no está
preparado para que las tales puedan fructificar. El caso de Jesús es diferente al
nuestro, porque, por su perfección -la cual le es característica porque el Señor es
Dios-, le es imposible sembrar semillas que no deba sembrar en nuestros
corazones. Si las semillas que Jesús siembra no fructifican, ello sucede porque
nuestros corazones no son el terreno apto para que ello suceda.
La señora Soledad, -una abuela de setenta y cinco años muy alegre y graciosa-,
le estaba contando en cierta ocasión a un testigo de Jehová que llevaba más de
veinte años yendo a Misa sin faltar un solo Domingo, para ver si el buen hombre la
dejaba tranquila. Por su parte, el predicador, al constatar que Soledad no le
respondió a la pregunta de cuál es el nombre de Dios, le leyó un versículo referente
a la resurrección de los muertos, al que la buena señora respondió diciendo que en
la Iglesia nunca había escuchado semejante cosa. No desconozco la realidad de que
los predicadores tenemos mucho que hacer para que el Evangelio fructifique en
este mundo, pero si no encontramos a quienes nos presten atención, trabajaremos
en vano.
Hubo un día en que colaboré en una pequeña parroquia en la Liturgia de la
Palabra de una Misa de difuntos, en que leí 1 TES. 4, 13-18, un texto que nos insta
a esperar la resurrección de los muertos y el juicio final. Al final de la celebración,
uno de los asistentes me llevó aparte y me dijo. Es increíble lo que te has puesto a
leer, sin tener en cuenta el dolor de los familiares del difunto. No tienes vergüenza,
tío.
¿Cuáles son las semillas que Jesús quiere sembrar en nuestros corazones? Jesús
quiere que conozcamos su Palabra, y desea que nos abramos a la recepción de los
dones del Espíritu Santo. Si conocemos la Palabra de Dios, y actuamos bajo la
inspiración del Espíritu Santo, evitaremos el pecado, y ello indicará que estamos
preparados para vivir en la presencia de nuestro Padre común.
Jesús nos habla en la parábola que estamos meditando de las semillas que
cayeron junto al camino. Todos vivimos los años de nuestra vida como quienes
recorren un largo camino, junto al cual Jesús siembra sus abundantes semillas, con
la esperanza de que las mismas fructifiquen en beneficio de nuestra salvación.
¿Por qué no fructificaron las semillas que el Sembrador dejó caer junto al camino
de los hombres, si los predicadores que aman la evangelización recorren los
caminos de la vida buscando a quienes se les adhieran a sus iglesias? Permitidme
responder la pregunta que nos hemos planteado por medio de un símil o
comparación. Imaginemos que vemos una de las películas existentes de la vida de
Jesús. ¿Seríamos capaces de captar el significado de todos los pensamientos,
gestos y palabras de cada uno de los personajes? Obviamente, se nos escaparán
muchos detalles, y ello sucederá mucho más, si no estamos familiarizados con los
cuatro Evangelios.
Muchos de nuestros hermanos de fe dicen de sí mismos que son cristianos, pero
los tales, quizá por su negativa a conocer la Palabra de Dios y los documentos de la
Iglesia, o quizá porque han sido tratados injustamente por otros cristianos seglares
o religiosos, se han creado una religión a su medida, se han inventado un Dios
acomodado a sus intereses personales. En este grupo de quienes viven prácticas de
fe rutinarias, cuyos miembros tienen más posibilidades de perder su fe que de
mantenerla, se echa de menos la falta de instrucción religiosa, la cual hace que
muchos de tales hermanos acaben siendo reconducidos a otras confesiones que se
dicen cristianas, alegando que ningún sacerdote se prestó jamás para hacerles
conocer la Palabra de Dios.
Muchos de nuestros hermanos que dicen que creen en Dios, observan una
conducta que desmiente sus palabras. Francisco es un gran luchador contra el
aborto y la eutanasia, porque dice que solo Dios tiene la potestad necesaria para
darnos y quitarnos la vida. Desde el punto de vista del Catolicismo, la actitud de
Francisco es plausible, aunque la misma padece de falta de credulidad, cuando, a
pesar de que tanto su hijo de seis meses como él están enfermos de los pulmones
por causa de su hábito de fumar, y se niega a renunciar a su vicio que, a largo
plazo, acabará siendo letal. Francisco se irrita contra quienes abortan a sus hijos en
un minuto, pero no se juzga a sí mismo, cuando su hijo sufre ataques de asma
porque él no deja de fumar delante de él.
Recuerdo el caso de una señora que blasfemaba mucho de Dios y de la Sagrada
Familia, la cual, en cada ocasión que se le enfermaba un familiar, no cesaba de
hacerle promesas a San José, para que este le lograra de Dios la salud del enfermo
o la resolución del problema del mismo. La citada señora se ríe de quienes
asistimos a la Eucaristía, pero no se pierde ni una procesión religiosa, pues no hay
ningún Santo cerca de donde ella vive al que no le prometa algo insignificante, a
cambio de que el mismo le otorgue un gran favor.
Al haber sido catequista de niños de primera Comunión y de Postcomunión,
ayudante de catequistas, y evangelizador en Internet durante más de ocho años,
tengo miles de experiencias que contar, referentes a la forma de actuar de los
diferentes tipos de cristianos católicos existentes. Recuerdo el caso de una señora
que pensaba que orar es una tontería, la cual recurrió a la oración, cuando su hijo
fue mortalmente herido en un accidente de tráfico. Apenas comenzó a orar la buena
mujer, se preguntó en voz alta: ¿Qué estoy haciendo? Alguien le respondió: Lo que
hacemos todos cuando es lo único que nos queda que hacer antes de perder la
esperanza. Siga orando y espere la respuesta de Dios. La respuesta de Dios se hizo
esperar varios meses, pero el hijo de la nueva cristiana comprometida se curó
totalmente de sus heridas.
En el camino de nuestra vida hay muchas cosas que llaman nuestra atención, lo
cual nos logra el efecto de que no cojamos las semillas que el Sembrador esparce
especialmente para nosotros. Muchas veces nos han invitado nuestros sacerdotes y
catequistas a conocer profundamente tanto a Dios como a su Iglesia. Nosotros, que
somos cristianos por tradición y rutina, ¿cómo nos vamos a meter semejante rollo
en la cabeza? En esos momentos, pensamos que, lo más inteligente que podemos
hacer, es seguir recorriendo el camino de nuestra vida.
Hay momentos en que en el camino de nuestra vida tenemos pérdidas dolorosas.
Las personas que caminan junto a nosotros no pueden seguir caminando porque
alcanzan la meta en que se les abre la puerta del cielo, mientras que nosotros, por
tener una fe débil, lloramos por causa de la siempre dolorosa separación, sin
pensar que quienes queremos se nos han anticipado a la hora de encontrarse con
nuestro Padre común.
Cuando el camino de nuestra vida es una cuesta muy pendiente que tenemos que
subir porque nos falta el trabajo, nos falla la salud o nos encontramos solos,
recurrimos a Dios y a sus predicadores, y les exigimos a estos últimos que nos
digan algo que nos consuele, sin tener en cuenta que, si cuando no sufríamos no
quisimos conocer a Dios, ¿cómo nos va a ser fácil ser consolados por El, cuando
tenemos la impresión de que nos ha abandonado?
Antonio emigró de España a Argentina el año 1951 buscando un trabajo que no
podía encontrar en su país. Aunque se arriesgó a vivir en un país desconocido, lo
cual no es fácil, Antonio consiguió un buen puesto de trabajo, el cual le ayudó a
adquirir varias propiedades. Cuando se nos ofrece la posibilidad de conocer a Dios,
lo primero que se nos pasa por la cabeza, es que el citado conocimiento puede
inducirnos a cambiar nuestros esquemas mentales. Dependiendo de la forma en
que percibamos lo que nos enseñen con respecto a Dios, y de la bondad de quien
se ocupe de nuestra instrucción, puede sucedernos que nuestra formación sea
fructífera, si nos ayuda a ser más felices de lo que éramos antes de adquirir el
citado conocimiento. Si, por el contrario, queremos conocer a Dios, y por causa
nuestra, o de nuestro formador, no logramos tener fe, al menos, hemos intentado
conocer a Dios, y, si ahora no hemos logrado nuestro propósito, ello no significa
que no lo lograremos cuando menos lo esperemos.
Frente a los cristianos que actúan rutinariamente, porque dicen que no se
enteran de nada de lo que escuchan en las celebraciones eucarísticas, y no se
esfuerzan por mejorar su instrucción religiosa, está un grupo de creyentes que
tiene una formación admirable, la cual no les sirve de nada, porque utilizan las
celebraciones litúrgicas, como si fueran meros actos teatrales. Estos cristianos son
dados a vivir ejercicios espirituales al menos una vez al año, y muchos de ellos, por
su gran formación, están al tanto de todas las noticias relacionadas con la Iglesia.
Es tan importante la instrucción religiosa para estos hermanos nuestros, que los
tales internan a sus hijos en colegios religiosos, para tener la garantía de que los
tales tendrán su misma instrucción. Estos cristianos que están deseando vivir
cualquier diversión antes que respetar las prácticas religiosas, son las semillas que
cayeron entre piedras. Tales semillas no echan raíces por falta de tierra. Su
formación es buena y el terreno no es apto, porque, en las profundidades de sus
corazones, encuentran que hay amores más grandes y sinceros que el amor a Dios,
los cuales son el amor a las vanidades y a las pasiones mundanas.
Aunque no tienen raíces las semillas que caen entre piedras, estas crecen lo que
pueden, aunque el fuego de las pasiones mundanas y las pruebas que han de
resistir los corazones en que son sembradas las abrasan, porque tales corazones no
han sido dispuestos para ser "sagrarios" de Cristo, sino templos de rendición de
culto a las riquezas y a las pasiones humanas.
Los cristianos pertenecientes al grupo de las semillas que cayeron entre espinos,
son un tanto especiales, porque no muestran ningún interés por las cosas de Dios.
¿Qué les importa a estos cristianos saber que sus hermanos espirituales pierden la
fe por la acción de las sectas y la falta de predicadores de la Iglesia, si a ellos solo
les preocupan los bienes materiales? Estos cristianos son propensos a crearse
dioses en conformidad con sus intereses personales. Estos cristianos que se niegan
a hacerles el bien a sus prójimos los hombres, al amar excesivamente las riquezas,
se niegan a ser instruidos, es decir, le cierran el corazón al Espíritu Santo, por lo
que su fe se estanca, y corre más peligro de extinguirse que de fortalecerse.
¿Cómo deberíamos ver el seguimiento de Jesús, como un hecho que hay que
evitar para que no se nos cambien los esquemas mentales y consecuentemente
sigamos con nuestras seguridades independientemente de que las tales sean
buenas o falsas?
¿Es el seguimiento de Jesús un riesgo que debemos correr, porque quizá
podemos aprender o ganar algo?
¿Es el seguimiento de Jesús un riesgo que hay que evitar, porque en este mundo
lo único por lo que merece la pena luchar son los bienes materiales?
Concluyamos esta meditación evangélica, pidiéndole a nuestro Padre común, que
nos ayude a ser del grupo cuyos miembros produjeron frutos dignos de Dios, en
conformidad con su capacidad de hacer el bien.