Homilía de la Vigilia Pascual – 2011
Esta es la noche más luminosa y más santa de toda la historia humana: Jesucristo
resucitó de entre los muertos: ¡Qué noche tan dichosa en que se une el cielo con la
tierra, lo humano y lo divino! Cristo, al salir del sepulcro brilla sereno para el linaje
humano…, eran los versos con los que hace un momento expresábamos el gozo de
saber que Cristo vive. En esta santa noche nace la gran esperanza para toda la
humanidad: es posible un mundo nuevo. No es algo ilusorio, un sueño, creer,
esperar y colaborar para hacerlo realidad. Ya empezó y nadie puede detenerlo, ni la
muerte. Lo hizo Dios, no lo hemos hecho nosotros, no es el resultado de una
determinada ideología, de un sistema político, no. La iniciativa fue de Dios y
nosotros somos los primeros sorprendidos. Él mismo lo reveló a un grupo de
creyentes y desde entonces el rumor se expande a lo largo de la historia: Dios
salva, él es quien libera, él se comprometió a cambiarlo todo, a transformarlo desde
dentro, a romper definitivamente con la corrupción y maldad que pesa sobre el
hombre. Pero lo inaudito, lo absolutamente inédito, es el método: lo hace desde
dentro, con increíble humildad, descendiendo él mismo hasta los abismos de la
degradación humana, sin temor a cargar sobre sí toda la suciedad y toda la noche
de la humanidad; lo realiza estableciendo una alianza de vida y de amor con los
que creen en él y se comprometen a ser sus discípulos.
Y aquí estamos nosotros, asombrados y con el corazón lleno de gozo, celebrando la
resurrección del Señor, luz nueva que ilumina a todo hombre que viene a este
mundo, agua que purifica nuestra condición humana del pecado, nos incorpora a
Cristo y nos hace miembros de su Cuerpo que es la Iglesia. Con la resurrección de
Jesús, amanece un nuevo día para la humanidad, una esperanza cierta, una fuente
de vida digna y plena que salta hasta la eternidad. Por eso, esta noche, la Iglesia
prorrumpe en gritos de júbilo, y los que creemos en Jesucristo muerto y resucitado
nos saludamos y deseamos felicidad y todo bien. El pregón pascual es un
antiquísimo canto que reconoce la acción liberadora que Dios hizo con su pueblo
elegido a lo largo de la historia, cuya culminación se cumple en la pasión, muerte y
resurrección de Jesús. Ese canto expresa el indecible gozo que siente la Iglesia
porque Cristo está vivo y porque su presencia la fortalece y llena de esperanza.
Pero, en realidad, ¿qué fue lo que sucedió en esta noche? En su reciente libro Jesús
de Nazaret, el Papa dice que si la resurrección de Jesús no hubiera sido más que el
milagro de un muerto reanimado y regresado a la vida, la cosa no tendría para
nosotros en última instancia ningún interés. Jesús no despertaría más interés que la
de un hombre con ideas interesantes sobre Dios y sobre la vida y nosotros no
estaríamos haciendo más que una solemne recordación de un difunto. Si esto fuera
así, san Pablo nos advierte que seríamos los hombres más dignos de lástima (1Cor
15,19).
En cambio, enseña el Papa, Jesús no ha vuelto a una vida humana normal de este
mundo, como Lázaro y otros muertos que Jesús resucitó. Él ha entrado en una vida
distinta, nueva y desde allí, él se manifiesta a los suyos. Los discípulos, después de
tanto dudar y asombrarse, ya no podían oponerse a la realidad: es realmente él;
vive y nos ha hablado, ha permitido que lo toquemos. No tiene que asombrarnos
que esta realidad, como todo lo que tiene vida, tenga comienzos casi invisibles y
que pase inadvertido para muchos. El Señor mismo dijo que el Reino de los cielos
en este mundo es como un grano de mostaza, la más pequeña de las semillas, pero
lleva en sí la potencialidad infinita de Dios. Y para los pocos testigos –precisamente
porque ellos mismos no lograban hacerse una idea– era un acontecimiento tan
impresionante y real, y se manifestaba con tanta fuerza ante ellos, que desvanecía
cualquier duda, llevándolos al fin, con un valor absolutamente nuevo, a presentarse
ante el mundo para dar testimonio: Cristo ha resucitado verdaderamente.
Por eso, el recuerdo que ahora hacemos de Jesús, no es una mera evocación de un
hecho que pertenece al pasado. Nuestro recuerdo es memoria viva, celebración
gozosa de la experiencia de la vida nueva de Jesús. Él, aunque muerto, vive para
siempre. Y nosotros, muriendo con él, viviremos con él (cf. Rm 14,7-8). Cada vez
que compartimos el Cuerpo y la Sangre de Cristo, comulgamos con la vida que Él
vive y que Él quiere que vivamos también nosotros y todos los hombres. Esa vida
en Cristo, es la vida nueva que recibimos en el Bautismo. Por eso la liturgia de esta
noche está poblada de signos que lo evocan, empezando por la bendición del fuego
nuevo y el cirio, símbolo de la luz de Cristo, que resucita glorioso y disipa las
tinieblas del corazón y del espíritu. Luego, la bendición del agua que va a ser
derramada sobre nosotros en memoria de nuestro bautismo, y la renovación de las
promesas bautismales, que manifiestan nuestro compromiso público de vivir la vida
nueva de Jesús y de abandonar definitivamente la vieja vida de pecado, de
corrupción y de mentira, que conduce inevitablemente a la destrucción y a la
muerte.
Es maravillosa y tremendamente exigente la misión que tiene la Iglesia y cada fiel
cristiano en el mundo. Estamos llamados a hacer realidad la vida nueva de Jesús
resucitado y construir a partir de ella la familia humana y la sociedad. La vida
nueva que Jesús nos trae y que vivimos por el Bautismo, penetra íntimamente
todas las dimensiones de nuestra existencia y tiene un impacto decisivo también
sobre la vida social y pública. El reino que Jesús inaugura con su muerte y
resurrección es Reino de justicia, de amor y de paz. El método para aprender cómo
se construye ese reino y la fuente para tener la fortaleza de realizarlo está clavado
en la cruz: Él es el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14,6). Allí está la fuerza que
transforma el corazón de piedra en un corazón de carne, sensible y profundamente
humano. Solo de hombres y mujeres transformados por el amor pueden nacer
políticas que respondan a las necesidades reales que reclama el sufrimiento de la
gente. Pero si queremos actuar a favor de la vida, tenemos que estar dispuestos a
aceptar el método de Jesús: crucificar todas las formas de egoísmo, aquellas
vulgares y esas otras más sutiles, ceñirnos el delantal de la última cena, y ponernos
al servicio humilde que actúa siempre a favor de la vida humana y de la sociedad.
¡No teman!, nos dice el Ángel también a nosotros esta noche: ¡Cristo resucitó! Él
vive y prometió que estará con nosotros hasta el final de los tiempos. Con la alegría
y la paz que nos trae la presencia del Resucitado, hagamos la profesión de fe y
renovemos nuestras promesas bautismales, con la confianza puesta en María,
nuestra Madre de Itatí, suplicándole que nos conceda un gran amor a su Divino Hijo
Jesús y nos proteja de todo
mal. Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes