Una fábula tristemente hecha realidad
P. Fernando Pascual
30-7-2011
En un país lejano un pueblo había conservado durante siglos sus creencias religiosas.
Entonces empezó a producirse un fenómeno extraño. Por un lado, las personas decían que
aceptaban la religión recibida de sus padres. Además, practicaban los ritos de admisión o iniciación,
los matrimonios y los funerales. Pero, por otro lado, vivían cada vez más en contra de la moral
heredada.
Poco a poco, muchos empezaban a poner en duda las creencias de esa religión, e incluso había
personas que se burlaban de la misma en privado o en público.
Por aquellos años, llegaron a ese país miles de personas de otras religiones. Eran minorías, pero
muy convencidas de sus propias creencias.
Los recién llegados notaban cómo los autóctonos no vivían según la religión a la que decían
pertenecer. Veían, además, que casi nadie hacía nada si alguna personas o medios de comunicación
se burlaban de modo grotesco de la religión de sus padres.
Cuando alguien intentaba vituperar o insultar a las religiones de los inmigrantes, estos reaccionaban
con firmeza, algunos incluso con violencia, de forma que nadie se atrevía a criticar sus creencias.
Mientras, las burlas y los sarcasmos contra la religión dominante campeaban con total impunidad.
¿Qué se puede pensar de un pueblo que permite el desprecio hacia las creencias que ha asumido
durante siglos? ¿Qué tipo de convicciones hay en personas que se burlan de la religión dominante
porque nadie hace nada para defenderla, mientras no se atreven a hacer lo mismo respecto de las
religiones de las minorías por miedo a lo que pueda pasar?
Esta “fábula” se da en algunos lugares del planeta. Un libro, una obra de teatro, un programa
televisivo, una manifestación callejera que se ría de Cristo, de Dios, de la Virgen, de la Iglesia
católica, del Papa, de los sacerdotes, no suscitan oleadas de rabia ni reacciones firmes de los
políticos ni de los líderes de la opinión pública ni de las “masas”. Los jueces y los policías se
mantienen impasibles ante gritos a favor del incendio de las iglesias y ante quienes lanzan
consignas contra la vida de los obispos y de los sacerdotes.
Al contrario, resulta casi impensable que en esos mismos lugares alguien publique libros, estrene
obras de teatro, u organice marchas en la calle, en las que se lancen consignas e insultos contra la
religión islámica, o las creencias budistas, o las de otras confesiones religiosas.
¿Se trata de masoquismo cultural? ¿Es que ir contra el cristianismo está de moda? ¿Qué imagen
ofrece de sí un pueblo que desprecia la religión que ha sido, durante siglos, la argamasa que lo ha
forjado?
Nadie debe ser despreciado por sus ideas auténticamente religiosas. Una sociedad deja de ser justa
cuando permite el insulto a las personas según la religión a la que pertenezcan.
En cambio, una sociedad fomenta la justicia y la sana libertad religiosa sólo cuando impide
cualquier burla hacia los creyentes de cualquier religión y cuando defiende las aspiraciones de las
personas y de los grupos a vivir según sus convicciones auténticamente religiosas.