Contrarrestar el materialismo
P. Fernando Pascual
19-2-2011
La vida moderna nos ha atado a mil necesidades materiales. Unas, irrenunciables, pues no podemos
vivir sin comer, sin beber, sin vestir, sin protegernos bajo un techo. Otras, importantes, porque no
basta cualquier comida o cualquier casa para conservar un cuerpo sano. Otras, accesorias: es posible
vivir sin televisores y sin algunos sofisticados instrumentos electrónicos.
Al final, sucumbimos a la peor forma de materialismo: aquella que invade los corazones sin que nos
demos cuenta.
Cuando el materialismo triunfa, nos vamos encadenando más y más a objetos y a sensaciones que
crean dependencias, que absorben el espíritu. Esto ocurre incluso respecto de cosas como la comida:
a veces nos hacemos dependientes de algunos alimentos que implican muchos gastos y pocos
resultados. Otras veces ocurre respecto de lo accesorio: dependemos casi frenéticamente del último
Smartphone, del coche que acaba de sacar esta compañía, de la película que todos ven para no
sentirse fuera de contexto.
De este modo, sin darnos cuenta, quedamos atrapados en un horizonte en el que sólo vale lo que se
ve, lo que se toca, lo que se huele, lo que se siente, lo que se oye. Entonces no somos capaces de
reconocer que todas esas realidades, algunas muy importantes, llegan y pasan; y nos olvidamos que
en cada ser humano hay una dimensión profunda, insuprimible, que necesita “espacio” y “tiempo”
para crecer.
Reconocer que estamos encadenados a lo sensible, a lo material, es el primer paso para romper con
el materialismo patológico. Porque el enfermo pide medicinas cuando reconoce su situación
precaria. Y el mundo moderno nos ha enfermado, poco a poco, a través de miles de estímulos que
atan y que subyugan en el horizonte de lo puramente material.
Pero el enfermo se reconoce enfermo cuando se compara con lo que significa estar sano. El gran
peligro del materialismo consiste precisamente en que “satisface” y halaga a los sentidos, en que
emborracha con juegos electrónicos o con coches que van a alta velocidad. Así, no nos damos
cuenta de que estamos lejos de un horizonte maravilloso, el de la espiritualidad, ni somos capaces
de reconocer que existen bellezas y alegrías mucho más profundas de las que se experimentan con
una buena película o con una tarde de footing.
En otros momentos, afortunadamente, el aturdimiento de la materia nos cansa. Es entonces cuando
podemos preguntarnos si nos basta con correr tras lo que produce placer, o si vale la pena detenerse
un momento para pensar en el sentido pleno de la vida humana: de la propia y de la de quienes
viven cerca o lejos.
La saturación de la materia no puede apagar la sed de espiritualidad que radica en cada corazón
humano. Esa sed, sin embargo, sólo puede empezar a ser saciada si quitamos parte del tiempo y
dinero (también dinero) que invertimos en lo material para detenernos a pensar un poco sobre la
vida y sobre la muerte, sobre el tiempo y sobre lo eterno, sobre la Tierra y sobre lo que
encontraremos más allá de la tumba.
Entonces el corazón puede volar por encima de lo inmediato, llega a considerar temas serios,
profundos, irrenunciables, decisivos.
Empezamos, así, a pensar en la justicia y en la belleza, en la verdad y en el valor de cada existencia
humana, en la solidaridad y en la familia, en Dios y en el mundo de los cielos.
No parece fácil, pero es posible. Todos tenemos, como explicaba Platón, ese ojo del alma que nos
permite ver más lejos y más en profundidad. Basta con apagar algunos aparatos, con dejar de contar
cuánto dinero queda en el banco. Recordaremos entonces lo que enseñaba Saint-Exupéry en su obra
quizá más conocida, El principito : sólo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible a
los ojos.