Libertad, escoger mal, escoger bien
P. Fernando Pascual
20-8-2011
Sin la libertad, ¿habría menos errores? Parecería que sí. Si todo está determinado de modo fijo y
seguro, en vistas al bien del individuo y de la comunidad, nadie se lamentaría de haberse
equivocado.
Aplicado a nivel estatal, si otros, gobernantes y funcionarios públicos, deciden los estudios, el
trabajo, incluso el matrimonio o los hijos de cada pareja, ¿sería el mundo mejor, más seguro, menos
dramático?
El problema aparece como uno de los ejes de una novela escrita para pensar: “El Dador”. Su autora,
Lois Lowry, imagina un territorio controlado por un consejo de ancianos, que deciden
absolutamente todos los aspectos de la vida de la gente.
Los niños, apenas empiezan a sentir sus primeros impulsos pasionales o amorosos (el “Ardor”)
toman unas pastillas que les permiten vivir fríamente, sin “distorsiones” emotivas. Luego se les va
asignando a grupos según sus cualidades, con el fin de que logren el máximo rendimiento. Incluso
las bodas, los hijos (dados a luz por mujeres especializadas en esta tarea) y su asignación son
asuntos decididos “desde arriba”.
¿Y qué ocurre con los que no entran en el sistema o ya no rinden? Los niños que nacen con defectos
o fuera del número establecido son eliminados bajo una palabra eufemística: son “liberados”. Los
ancianos, en un momento determinado, también pasan la puerta que los lleva a la “liberación”.
Comportarse mal y violar las reglas establecidas, también puede llevar, si no hay corrección, al paso
dramático (para casi todos desconocido) de la “liberación”.
Si Lowry hubiese hablado de los abortos eugenésicos habría dado a su libro un revuelo enorme. En
cierto sentido, parte de lo que ella describió ya es, desde hace años, una práctica habitual en algunos
rincones del planeta, donde hay gobiernos que limitan el número de nacimientos; donde hay
médicos que esterilizan, a veces con engaño o bajo presión, a quienes (según ellos) ya no deben
tener más hijos; donde hay personas que optan por la eliminación, convertida en algo rutinario, de
los embriones y fetos defectuosos...
Detrás de una sociedad tan extraña y férrea como la descrita por Lowry se esconde un propósito
muy claro: impedir los errores. Porque los hombres y las mujeres nos equivocamos si dejamos a las
pasiones crecer, y si contamos con la posibilidad de elegir libremente. Pero cuando hay un fuerte
control del saber y de la voluntad, el mundo funcionaría, según la utopía narrada en “El Dador”,
perfectamente.
Sólo una persona conserva un cierto ámbito de libertad. Conoce el pasado, lee libros desconocidos
para los demás, recuerda a los ancianos dirigentes peligros que ellos no pueden prever por falta de
experiencia (y por falta de errores en su historial). Esa persona, el Receptor (que se convierte en
Dador ante un discípulo), tiene que transmitir a un niño designado, Jonás, sus conocimientos, tiene
que permitirle sentir experiencias que los demás no han tenido jamás en su vida.
Jonás tiene 12 años y aprende con rapidez, desde las manos que el Dador pone sobre sus espaldas.
Así recibe la historia pasada, llena su alma de recuerdos. Abre poco a poco los ojos a las
diferencias, puede ver colores y otras cualidades que la gente de la comunidad no capta. Se da
cuenta de que al ver más queda abierto el horizonte de la elección: aparece la libertad.
Pero la libertad, comenta con el Dador en capítulo 13 de la obra, implica la posibilidad del error, de
elegir mal. Además, iría contra la Igualdad que rige la vida de todos.
La novela busca precisamente abrir los ojos a sociedades en las que, en nombre de la Igualdad, se
busca borrar las diferencias, los gustos, la libertad de elegir. Bajo el sueño atractivo de evitar los
males que surgen de las decisiones equivocadas, poco a poco se llega al abismo de suprimir la
misma libertad y de someter despóticamente a todos a normas frías, quizá racionales, pero que
terminan siendo profundamente inhumanas.
Jonás elabora un plan de fuga con el Dador, que ya es su amigo. Al final, los hechos se precipitan y
Jonás no puede huir con el Dador, sino con un niño pequeño, Gabriel, que no “encaja” con las
exigencias de la comunidad y que iba a ser “liberado” con frialdad legalista. Desde los
conocimientos y desde la libertad, Jonás decide violar aquellas normas que, por su rigidez, acaban
por ir contra lo que deberían defender, la dignidad del hombre.
No estamos, ciertamente, ante una novela original. Otras obras del siglo XX, como “1984” (de
George Orwell) o “Mundo feliz” (de Aldous Huxley), abordan temáticas parecidas. Por desgracia,
no es original tampoco la situación descrita, pues hay señales de que algunos grupos humanos
pueden caer en el absurdo de aplastar la libertad humana en nombre del progreso, de la justicia, de
la igualdad.
Existe, y asusta reconocerlo como le ocurre al joven Jonás, el riesgo de escoger mal. Un Hitler y un
Stalin quizá no podrían haber hecho lo que hicieron en un mundo como el descrito por Lowry en
“El Dador”. Pero tampoco habrían surgido un Francisco de Asís, una Teresa de Calcuta o un Juan
Pablo II.
La libertad no sólo está abierta a la posibilidad de escoger mal, sino que se orienta
constitutivamente a la elección del bien. Ese es, en definitiva, el uso más hermoso de la libertad y la
culminación de la misma, desde la experiencia humana que más llena de plenitud a los corazones: la
de poder amar y la de dejarse, libremente, amar.