TACHITO
Tachito ya era mayor. No era ése su nombre de pila, pero ahí fue donde la
evolucin nominal se detuvo. “Tachito” se prestaba a menos equívocos que
“Cachito”. “Cachito” sonaba más musical que “Crachito”. “Crachito” era un
producto típico de la economía del lenguaje, pues era más práctico que decir
“Pancrachito”. Y “Pancrachito” era más carioso que “Pancracito”.
Cuentan que cuando Tachito nació, con su llanto ensordecedor, anunció al
mundo entero que aquí venía él, que la plenitud de los tiempos había llegado,
que el Universo ahora sí tenía centro, o sea él.
Después fue creciendo y se dio cuenta de que a su alrededor giraban algunos
planetas, satélites varios a su completo servicio. Por ejemplo, cuando tenía
hambre o simplemente se aburría en su órbita, aprendió que, llorando o
articulando dos veces el sonido extraño de "ma", todos sus problemas se
resolvían. Una vez que desarrolló su propio medio de locomoción, descubrió
que los confines del Universo no eran los barrotes de su cuna, que había todo
un mundo de planetas, meteoritos y cometas:
El planeta papá que le llevaba en su coche y, sentándole en sus piernas, le
dejaba manejar. El planeta Fido, de otra especie, que ladraba y jugaba con
él. El satélite araña, que tenía más patas que Fido y él juntos y con el que,
según le recomendaba el planeta mamá, no debía jugar sino darle un pisotón
(o en términos cosmológicos: aplicarle un bigbang). El planeta hermano
Jaimito que se parecía mucho a él, compañero de juego, pero contra quien
había que chocar cuando se atrevía a poner en duda la centralidad de Tachito
en el sistema.
Tachito era oriundo de San Tristán de los Campanarios, un remoto pueblo de
una sierra perdida, pero para Tachito era la verdadera capital del mundo, el
núcleo del universo, el modelo de la ciudad civilizada. Todos los demás
pueblos y ciudades los consideraba sólo reflejos pálidos del suyo, la metrópoli
por excelencia.
Y qué no pensaba de su país. Para Tachito, era la única cultura en plenitud,
con el idioma más perfecto, la técnica más avanzada, donde se jugaba el
mejor fútbol del mundo. Ciertamente su país nunca había ganado una copa
del mundo, pero Tachito estaba convencido de que se debía a variables del
todo extrañas a la calidad real de su equipo nacional.
Tachito había vivido la mayor parte de su vida en el siglo XX. Para él todas
las demás épocas habían sido mera preparación de la suya. Su siglo era el
siglo. Todos los siglos anteriores eran siglos de oscuridad, de mentalidad
primitiva, sin ciencia; épocas de ingenuidad, de errores históricos, de
enajenaciones. Y el siglo XXI no terminaba de convencerle, pues se le hacía
muy excéntrico. Tachito ni se planteaba que los inquilinos de futuros siglos
pudieran ver el XX como él ahora veía el XVII.
Uno de los recuerdos que Tachito guardaba más frescos de sus años de
escuela era aquel de la profesora explicando lo de que la Tierra no era el
centro del Universo. Aunque ya viejo, Tachito todavía leía con avidez y se
mantenía al tanto de las últimas novedades de los astrónomos más atrevidos
del planeta, pues no perdía la esperanza de que alguno de ellos viniera a
desdecir la teoría tan terca de su profesora de primero de primaria. Tachito
creía firmemente que el geocentrismo se llevaba mejor con el egocentrismo
que con tanta devoción practicaba.
De hecho, a Tachito no le podía caber en la cabeza que existieran seres
humanos que no se consideraban el epicentro de todo y que con su
generosidad se embarcaban en la aventura más grande de su vida: nuevos
mundos, horizontes insospechados, las más profundas satisfacciones... A
Tachito todavía le parecía loca la idea de olvidarse de sí mismo, de ayudar a
los demás siempre y en todo lugar, por encima de flojeras, egoísmos,
prejuicios, ideologías y estructuras. Ciertamente a veces sentía curiosidad por
lo que otros narraban, pero siempre terminaba por dejar el descubrimiento
para después. Tachito quería seguir creyendo que él era el centro: del
Universo, de la Vía Láctea, de la Tierra, de su país, de San Tristán, de su
trabajo, de su familia...
Ayer, Tachito recibió la visita de un viejo amigo. Recordaron juntos viejos
tiempos, hablaron también del clima, del fútbol, de los achaques y de la
brevedad de la vida. El amigo llegó a comentarle que tarde nunca es, y que
al final de la vida, lo único que va a valer la pena, lo único que quedará
cuando todo se haya acabado, va a ser lo que hayamos hecho por Dios y por
nuestros hermanos los hombres. Tachito…
P. Arturo Guerra, LC
Director del campus varonil del Instituto Cumbres y Alpes Saltillo
aguerra@arcol.org