El mandamiento principal y las relaciones paterno-filiales
José M.ª Vegas cmf
1. El mandamiento principal y las relaciones fundamentales
La respuesta de Jesús a la pregunta del fariseo sobre cuál es el mandamiento principal (cf.
Mc 12, 28-33) incluye dos mandamientos, que según el mismo Cristo, son semejantes: “amarás
al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus
fuerzas” y “amarás a tu prjimo como a ti mismo”. La semejanza entre los dos mandamientos
habla de la semejanza del hombre con Dios. Pero esta semejanza no evita que exista una
diferencia esencial entre ellos, que se expresa en cómo hemos de amar a Dios y al prójimo: a
Dios, con todas las fuerzas, esto es, sobre todas las cosas; al prójimo, como a sí mismo. Es justo
que se ame, se reconozca y se ponga a Dios por encima de todas las cosas, porque Él es el Ser
Supremo y el fundamento de todo ser y la fuente de todo bien. El prójimo, en cambio, debe ser
amado como uno se ama a sí mismo, porque lo que define este amor es la igualdad fundamental
entre todos los seres humanos. No es difícil comprender que en el mandamiento principal, que
encierra dos preceptos del amor, se dan cita, al mismo tiempo, las tres relaciones fundamentales
en las que el hombre vive necesariamente: además de la relación con Dios y la relación con el
prójimo, se supone aquí la relación que el ser humano tiene necesariamente consigo mismo. Si la
medida del amor al prójimo es el amor a sí, el ser humano tiene el deber de amarse así mismo, y
que el cristiano ha de hacer de ese deber, la medida del amor al prójimo.
2. “A Dios nadie le ha visto nunca”
2.1. La evidencia de sí y de los otros y la no evidencia de Dios
La relación con uno mismo y con los otros goza de una evidencia inmediata. En relación
consigo mismo, cada uno de nosotros siente sus propias necesidades en forma de inclinaciones y
deseos, que del modo más elemental se expresa en lo que Epicuro llam “el grito de la carne”: no
tener sed, no tener hambre, no pasar frío. Pero estas necesidades primarias no agotan la relación
del hombre consigo mismo, y, por tanto, la atención que cada uno se debe a sí mismo. Existe
también una exigencia de autorrespeto, que se explica por el hecho de que el ser humano no se
reduce a su condición de animal y a sus necesidades meramente materiales. V. Soloviov ha visto
en el sentimiento de pudor el signo y la intuición de la condición espiritual del hombre, por la
que espontáneamente se rebela contra su reducción a una existencia meramente animal. De este
sentimiento, por la mediación de la razón nace el principio y la norma del ascetismo, que exige
que las necesidades materiales se sometan a su naturaleza espiritual, 1 de modo que el hombre
viva de acuerdo con su propia dignidad personal.
Respecto de los demás, es evidente que el ser humano es un ser en relación y que los otros
están presentes en la vida de cada uno de múltiples formas. Los sentimientos de lástima y de
compasión ante las desgracias ajenas son los que mejor expresan esa inmediatez de la rel ación
con los demás, y la razón nos dice que, puesto que todos somos iguales en cuanto hombres,
hemos de relacionarnos entre nosotros con justicia (abstenernos de hacernos mal) y con
misericordia (ayudarnos en la medida de nuestras posibilidades). 2
Parece que la relación con Dios no es tan evidente, pues, como reconoce el Apóstol san Juan,
a Dios nadie le ha visto nunca (Jn 1, 18; 1 Jn 4, 12), Dios no es “objeto” de experiencia
inmediata como lo somos cada uno para sí y como lo son los otros.
1 Vl. Soloviov, Opravdanie dobra (La justificación del bien), en Vl. Soloviov, Sochinenia, t. 1, Moscú, “Mysl”, 1988, p.
121; 126-127; 142.
2 Ibíd., p. 127; 168.
1
2.2. La negación de Dios a partir de su no-evidencia
No será ese “objeto supremo” del amor un producto de nuestra fantasía? Como es sabido,
han sido muchos los que han tratado de explicar de varias formas la formación de la idea de Dios
a partir de ciertos mecanismos puramente humanos: una proyección de nuestros deseos
insatisfechos (Feuerbach), “opio del pueblo”, esto es, un instrumento de las clases dominantes,
para someter a los pobres (Marx), la objetivación de la conciencia moral, producto de la envidia
y el resentimiento (Nietzsche), o el producto de una neurosis colectiva, como consecuencia de la
interiorizacin del Superyo (Freud) Todas estas teorías tienen en común que explican la idea
de Dios como la divinización de un objeto de nuestra experiencia y, por eso, pueden considerarse
variantes del fetichismo , es decir, de la teoría que afirma que la religión procede de la
divinización de realidades naturales sobre los que recae casualmente la atención o que son
expresamente elegidos, objetos en parte naturales (astros, piedras, árboles, animales), en parte
artificiales (tótems), y también sociales o psicológicos, como en las teorías mencionadas antes.
Sin embargo, esta explicación, además de estar en desacuerdo con los datos históricos, contiene
una grave incongruencia lógica, como nos recuerda, de nuevo, Soloviov: “Para tomar una piedra,
un trozo de madera o una concha por dios, es decir, por un ser dotado de poder y valor supremo,
es preciso que se haya formado antes en la conciencia la idea del ser supremo. Nadie podría
tomar a una cuerda por una serpiente si previamente no tuviera la idea de la serpiente. ¿De dónde
se ha tomado el concepto de divinidad? Estos objetos materiales que se convierten en fetiches y
en ídolos, por sí mismos –en su nuda realidad sensible– no tienen las notas del ser supremo. Es
decir, este concepto no se ha formado a partir de ellos.” 3
Así pues, todas esas teorías se basan en la suposición de un mecanismo por el que se atribuye
carácter divino a alguna realidad de nuestra experiencia. Pero ninguna de ellas explica de dónde
tomamos el concepto mismo de divinidad. Para esto es preciso acudir a un ámbito de experiencia
del todo particular.
3. La experiencia paterno-filial
Una forma de relación tan fundamental como la relación con nosotros mismos y nuestra
naturaleza inferior, y la relación de igualdad con los demás, e irreductible a ellas, es la relación
con la realidad superior, a partir de la cual el ser humano se forma la idea de la divinidad. Esta
no se da en la edad adulta, sino en la infancia, a partir de la relación del niño con sus padres. 4 Las
normas de justicia y misericordia, basada s en el sentimiento de compasión, aunque abarcan a
todos los seres vivos no cubren todas las relaciones morales entre los seres vivos. De hecho, la
relación (tan básica e importante para toda la vida humana) de los niños con sus padres no puede
ni reducirs e a la justicia ni deducirse de la misericordia. Aquí el niño percibe inmediata e
intuitivamente la superioridad de los padres sobre él y su propia dependencia respecto de ellos,
lo que produce una relación de veneración hacia ellos y la obligación de obediencia . Ante la total
dependencia y menesterosidad del niño, sus padres juegan el papel de su Providencia, que
remedia todas sus necesidades físicas y afectivas (alimento, calor, protección, aceptación, etc.).
Es decir, aquí nos encontramos con una relación de inicial desigualdad, pues el niño no puede
sentir compasión hacia sus padres, ni puede darse aquí verdadera reciprocidad, ya que el niño no
puede exigir de los padres veneración y obediencia.
El amor infantil a los padres se basa en el sentimiento específico de “pietas erga parentes”.
Se trata de una desigualdad específica, distinta de aquellas formas indebidas de desigualdad
establecidas socialmente que impiden la debida compasión. Aquí no existe posibilidad de
comparación entre ellos y uno mismo, pues el niño no tiene el término de comparación
necesario, ya que nunca ha experimentado el estado de aquellos cuya superioridad siente de
manera inmediata.
3 V. Soloviov, ibíd.., cap. 4, II
4 Ibíd., p. 129 y sigs.
2
Según Soloviov aquí se encuentra el núcleo originario de la relación y la experiencia
religiosa. Para poder concebir el origen de la religión no hay que partir del hombre adulto, sino
del niño y su sentido de dependencia respecto de la madre, después del padre, que posibilita
formarse la idea de un ser supremo, la aparición de la veneración, el temor ante la fuerza
ilimitada, la confianza del sentimiento de Providencia.
Es muy importante resaltar que esta experiencia juega un papel importantísimo en el
crecimiento del ser humano, porque es la forma biográficamente primera de la experiencia de los
demás, incluso de la experiencia de sí. El ser humano toma conciencia de sí a partir de la
experiencia de los otros. Y estos “otros” no comparecen en su experiencia primera como “otro
yo”, idéntico a mi propio yo, tampoco como un “tú”, único e irrepetible, pero distinto de mí, sino
ante todo como alguien “mío”, como “mi” madre, “mi” padre, “mis” hermanos. 5
Si estas relaciones se desarrollan como es debido, si el niño, que depende completamente de
sus padres, recibe de ellos todo lo que necesita, hace de este modo la experiencia de “ser
amado”, es decir, de ser el centro de atencin de todos esos que son “suyos”, pues se ocupan de
él gratuitamente, sin que él, de momento, pueda dar nada a cambio. De este modo, el niño siente
y entiende (de modo no conceptual, sino efectivo y afectivo) que es importante y que tiene valor;
y, de este modo, acumula un importante capital de confianza, la seguridad interior del propio
valor, que le posibilitará en el futuro abrirse a los demás, correr el riesgo de la relación, ser
generoso para dar a los demás de aquello que ha recibido, incluso sufrir alguna que otra
decepción en las relaciones humanas, sin perder por ello la confianza en sí y en los demás.
El papel de Providencia, aceptación y afirmación del niño que juegan los padres es atribuible
por igual al padre y a la madre. Entre los dos trasmiten la conciencia del valor de la propia vida.
Pero no cabe duda de que éstos realizan su función de un modo en parte diferenciado. La madre,
que es la primera relación que percibe el niño, aporta sobre todo el sentimiento de seguridad,
aceptación y confianza, la sensación de que la propia vida está asentada sobre una base sólida. El
padre aparece más como horizonte e ideal, que llama al crecimiento, y exige superación y
responsabilidad. Los papeles pueden intercambiarse y compartirse. Pero lo importante aquí es
que son dimensiones (la materna y la paterna) que se complementan y corrigen mutuamente. Si
domina en exceso o en exclusiva la dimensión materna, esto puede dar lugar a un sentimiento
pasivo de seguridad y confianza, basado exclusivamente en la dependencia, que impide crecer en
autonomía y adquirir una libertad responsable. Si, por el contrario, domina (de nuevo, en exceso
o en exclusiva) la relación paterna, esto puede provocar un sentimiento angustioso de
hiperresponsabilidad, de estar permanentemente en deuda, o un sentimiento de culpa, que hace
que la persona actúe siempre bajo la presión de una autoridad externa, más por miedo al castigo
que por convicción interna. La ausencia de uno de los progenitores en el proceso de desarrollo
personal puede compensarse si el otro sabe suplir esa carencia, asumiendo los dos roles. Aunque
se comprende que esto no es una tarea fácil.
La primera decepción que el niño experimenta a medida que va creciendo es que sus padres
no son omnipotentes, sino que tienen limitaciones físicas y morales. Pero es precisamente el
caudal de confianza adquirido en la primera infancia lo que permite superar esa decepción y
entablar nuevas relaciones con los progenitores, que con el tiempo requerirá asumir la
responsabilidad de ocuparse y cuidar de ellos en su ancianidad. Esta decepción no elimina
tampoco la relación con la realidad superior, que se ha generado como una dimensión esencial de
a partir de la experiencia paterno-filial. Al contrario, se produce aquí una depuración que hace
posible la verdadera experiencia religiosa. Esto es así también históricamente: la piedad filial se
desarrolla a partir de ese núcleo como culto a los antepasados, del que surgen diversas formas de
5 Así lo explica el filósofo español X. Zubiri. Esta explicación es perfectamente compatible con la descripción de
Soloviov de la relación inicial del niño con sus padres como con la realidad superior. Cf. Х. М. Вегас,
Радикальный реализм Хавиера Субири, в VERBUM (Журнал Филфак Госуниверситета С. Петербурга). № 5,
Декабрь 2001, С. 117-163.
3
religión natural, y que se va ampliando hasta abarcar a la humanidad entera, como sujeto de una
Providencia por parte de un Dios Padre de todos. La relación filial es el verdadero principio de la
piedad religiosa, el principio religioso de la moralidad o el principio moral de la religión. Este
núcleo es innegable, al margen de que se tenga o no fe religiosa; pues el reconocimiento de lo
superior a sí no depende de la presencia o no de la fe, sino que es una relación que, en su
generalidad, siempre se da en todo hombre, en cuanto dependencia de algo que supera el poder
del hombre. Incluso quien niega a Dios, o niega una imagen de Dios en nombre de otra, o niega a
Dios para afirmar alguna forma distinta de lo superior. Ahora bien, la negación de Dios y la
afirmación de una realidad superior a nosotros carente de todo valor (por ejemplo, la materia)
destruyen el fundamento último de toda la experiencia moral y la posibilidad de hablar del ser
humano como de un ser dotado de valor y sentido. Porque si lo que nos supera carece de sentido,
si es algo casual, irracional, carente de valor, etc., entonces también la norma del autocontrol y
de la relación con los demás pierden su sentido: hacer el bien tiene sentido sólo si el bien es algo
real, objetivo, en sí valioso, si hay un orden moral no ficticio o sólo aparente (que se reduce a
función biológica, genética, etc.), es decir, si existe Dios, Ser y Bien absolutos. De ahí que, en
último término, todas las exigencias morales de la vida humana reciben su sanción racional de la
religión: los dictados de la razón (autocontrol y solidaridad) tienen sentido sólo si el bien que nos
lo exige no es una ilusión subjetiva, sino que tiene un fundamento real que expresa la verdad: sin
esta fe no se cree en el sentido de la propia vida, y esto significa renunciar a la dignidad del ser
racional. 6
4. Jesús, Hijo del Padre
No es casual que Jesús de Nazaret, en quien la conciencia religiosa de la humanidad ha
llegado a su plenitud y a su máxima expresión, se defina a sí mismo como Hijo: hijo del
Hombre, para manifestar su plena humanidad, e Hijo de Dios, para expresar su carácter divino.
De este modo, Jesús revela que la verdad más profunda del ser humano es su ser-hijo, la
dimensión de la filiación. En la experiencia del Jordán, en el momento del Bautismo, Jesús hace
la experiencia más profunda y decisiva de su vida, la revelación de su más profunda y auténtica
identidad: “Tú eres mi hijo amado” (Mt 3, 17; Lc 3, 22). Esta es la experiencia fundamental que
le lleva a predicar, curar, que le da fuerzas para vivir y también a morir. Toda la vida de Jesús
está marcadas por la conciencia de su relación filial con su Padre. Dado que Jesús, en cuanto
hombre, está sometido a todas las leyes físicas, fisiológicas, psicológicas y morales que rigen en
el mundo humano, podemos entender aquí la importancia que tuvo en su crecimiento humano,
psicológico y espiritual su relación con su madre, María, y con su padre legal, José.
Podemos también entender que la salvación que Jesús ofrece por medio de su Palabra y su
persona no es otra cosa que revelar el rostro paterno de Dios y abrirnos la posibilidad de
participar en la misma relación que él tiene con su Padre: “Voy a mi Padre y vuestro Padre, a mi
Dios y vuestro Dios” (Jn 20, 17). Cuando Jesús enseña a orar a sus discípulos no les ofrece sólo
una “frmula de oracin”, sino que les comunica su propia experiencia de Dios como Padre.
Hablar de esa manera “Padre”, “Abbá” (papá) indica, por un lado un cambio radical en la imagen
de Dios, de una inaudita cercanía y familiaridad. Jesús no hace una preparación introductoria de
su exclamacin “Padre!”, ni desde el punto de vista filosfico, ni tampoco desde la tradicin
religiosa judía. En esta última Dios es el innombrable, el inaccesible, el tres veces santo, ante el
que el hombre se siente pecador e impuro y, por eso precisamente, indigno de pronunciar su
nombre. En la perspectiva cultural del helenismo (se podría decir, la perspectiva general de la
razón humana) Dios como principio y motor de todas las cosas, en cuanto creador del cosmos (y
aquí se da la convergencia con al revelación bíblica), puede ser considerado Padre.
Pero Jesús no va en esa dirección; en realidad, nos está comunicando de manera inmediata su
propia experiencia filial, en la que la paternidad de Dios adquiere rasgos de inaudita cercanía y
6 Cf. Soloviov, op. cit., pp. 178-181.
4
calidez y que, desplazando el temor típico de la experiencia religiosa universal, suscita la
confianza y el amor. Esta es la primera y fundamental verdad de la nueva relación religiosa que
Jesús nos transmite, la de un Dios-amor, fuente de todo bien y que quiere el bien para el hombre,
la de un Dios Padre que quiere dar cosas buenas a los hombres, a los que ve como sus hijos (cf.
Lc 11, 13); y no slo “cosas buenas” sino a sí mismo, en su propio Hijo, en el Espíritu Santo que
es el Espíritu del amor. Así, ya desde la primera palabra del Padre nuestro comprendemos con
sorpresa que es Dios mismo el que se nos quiere dar. Por eso ningún título le cuadra mejor que el
de Padre, pues uno se convierte en padre o madre sólo dando vida, dándose.
Al hablar de la paternidad de Dios, surge una cuestión, que hoy se ha hecho especialmente
candente. ¿Es Dios también madre? Como indica J. Ratzinger, 7 Dios no es ni hombre ni mujer y,
por tanto, no podemos entender estos términos en sentido literal. En el A.T. aparece en distintos
textos la imagen de un amor materno de Dios. La compasión de Dios se expresa con el termino
rahamin que significa “seno materno”. Incluso la afirmacin de Jesús de que “hasta los cabellos
de vuestra cabeza estén contados” puede entenderse en el sentido de un amor materno de Dios,
pues “contar los cabellos” era una accin de las madres realizaban con sus hijos limpiarles de
parásitos. En todo caso, la imagen de Dios como Padre es indiscutible en la predicación de Jesús,
mientras que la imagen explícita de Dios como Madre nunca aparece en la Biblia, posiblemente
por antítesis con las deidades femeninas del entorno cultural que implicaban una fuerte tendencia
al panteísmo y una despersonalización de las relaciones con Dios. En cambio, la imagen de un
Dios Padre expresa mejor la alteridad entre el creador y la criatura, la trascendencia de Dios, la
soberanía de su acto creativo, además de la exigencia de emancipación y responsabilidad del
hombre en sus relaciones con Dios. Pero así como comprendemos que Dios no tiene sexo,
podemos comprender también que su Amor incluye de manera perfecta todos los rasgos
positivos y creadores que podemos experimentar en el amor humano, y, por tanto, también los
del amor materno.
5. El cuarto mandamiento de la ley de Dios y la nueva ley del Evangelio
Los diez mandamientos están organizados en dos partes, la primera, formada por los tres
primeros mandamientos, trata de nuestros deberes para con Dios; los otros siete se refieren a
nuestras obligaciones para con los demás seres humanos. Pero se puede establecer una distinción
más, que subraya el estatuto especial del cuarto mandamiento, tanto por su contenido (que es
positivo y no negativo, como los otros seis), como por la función que cumple en la tabla: una
función de mediación entre la primera parte y la segunda que, de esta manera, no están
simplemente yuxtapuestas entre sí, sino que tienen una relación orgánica. Esta estructura
confirma lo dicho anteriormente sobre el sentido religioso de la moralidad: Dios y los deberes
para con él han de estar en el primer lugar, porque Dios mismo es la fuente de todo bien y el
autor del orden moral (que refleja ese bien y lo garantiza para el hombre y su mundo). Dios tiene
que tener la prioridad absoluta en el orden moral y en la conciencia de Israel, porque es “el único
Dios”, de modo que no ponerlo en el primer lugar significa caer necesariamente en la idolatría,
que puede ser directamente religiosa (inclinarse ante otros dioses, falsos) o práctica: poner la
propia confianza y la esperanza de salvación en bienes distintos de Dios, que tienden a ocupar su
lugar.
Respecto del cuarto mandamiento, ya su lugar, inmediatamente tras los mandamientos que
expresan nuestras obligaciones para con Dios, indica que se trata de un mandamiento especial.
Además, llama la atención que es el único mandamiento de la segunda tabla del Decálogo dotado
de un contenido positivo, que prescribe acciones positivas y no sólo prohíbe hacer el mal.
Aunque la escueta formulación del mandamiento (Ex 20, 12; Dt 5, 16) se refiere sólo al respeto
debido a los propios padres, se puede entender que aquí están contenidos los deberes positivos
7 Йозеф Ратцингер (Папа Бенедикт XVI), Иисус из Назарета, С.-Пб, 2009, С. 148.
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del hombre para con los “suyos”, los más cercanos: padres, cnyuges, hijos, parientes, incluso
connacionales (el amor a la patria y los deberes para con ella).
Pero, además, este mandamiento es una especie de transición de los tres primeros a los
restantes. Y es que, como dijimos hablando de las relaciones humanas fundamentales, la relación
religiosa del hombre con Dios (el principio superior) se forma a partir de la relación del niño con
sus padres . El hombre aprende a mirar hacia arriba con confianza y veneración, y a someterse en
obediencia a esa realidad superior, en primer lugar en relación con sus padres. Los otros
aparecen en la experiencia humana en primer lugar no como “otros iguales que yo”, sino como
“míos”: y esos “míos” primordiales son ante todo la madre y el padre. Someterse a ellos con
veneración y obediencia no tiene para el niño nada ni de humillantes ni de enajenación. Al
contrario, es la condicin de posibilidad de ser uno mismo. A partir de esos “míos” primordiales
aparecen otros por relación a ellos (hermanos, demás familiares, en el futuro el cónyuge y los
hijos, y otros en círculos siempre más alejados de ese centro, pero siempre dentro de la categoría
de “prximos”, prjimos en sentido estricto).
Volvamos ahora al principio de nuestra reflexión: la pregunta por el mandamiento principal
(Mc 12, 28-33). La respuesta de Jesús a la pregunta técnica del maestro de la ley no es una
respuesta técnica ni legal. Tiene el carácter de una auténtica revelacin: “Escucha Israel”, que se
limita a recoger preceptos ya contenidos en el Antiguo Testamento. Uno de ellos es el “Shemá
Israel” de Deuteronomio 6, 4-9, y que se puede entender como una versión del primer
mandamiento de la ley del Sinaí. El segundo es una cita de Levítico 19, 18. Si Jesús, para
expresar la nueva ley del Evangelio, se limita a citar el Antiguo Testamento, ¿en qué sentido nos
está dando una nueva ley y no, simplemente, confirmando la antigua?
La novedad de Jesús está, en primer lugar, en que, omitiendo todos los demás mandamientos,
subraya sólo el lado positivo de los mismos: no sólo no hay que evitar el mal, sino que hay que
hacer el bien. Ya la reinterpretación de los preceptos de la antigua ley en el Sermón de la
Montaña nos lo hizo comprender. Pero es que, en segundo lugar, Jesús, al recoger sólo los
mandamientos positivos (el primero y el cuarto), está dando una interpretación radicalmente
novedosa de los dos. En la antigua ley el prójimo son los próximos del propio círculo familiar y,
todo lo más, nacional. Pero, ahora Jesús amplía ese círculo y lo extiende a la humanidad entera.
A la pregunta “Quién es mi prjimo?”, Jesús responde con la parábola del buen Samaritano (cf.
Lc 10, 30-37). Es decir, los deberes positivos para con los padres y parientes se extienden ahora
a todos los hombres, incluidos los extranjeros y los enemigos. Y esto es posible precisamente
porque Jesús nos ha dado en el primer mandamiento una nueva imagen de Dios. Dios es su
Padre; en Él, todos nos convertimos en hijos; en consecuencia, todos somos hermanos, todos nos
hemos convertido en prójimos, en próximos, miembros de una misma familia, la de los hijos del
Padre celestial, que hace salir el sol sobre buenos y malos, y manda la lluvia sobre justos e
injustos (Mt 5, 45). La semejanza del segundo mandamiento respecto del primero está
directamente vinculada con la semejanza del hombre con Dios, reforzada por la encarnación de
Cristo, en la que cada ser humano se ha convertido su “pequeo hermano”, en imagen y
sacramento de su persona (cf. Mt 25, 40).
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