18. EL RICO Y AVARO QUE TUVO UNA GRAN COSECHA
En aquel tiempo, dijo uno del público a Jesús: «Maestro, dile a mi
hermano que reparta conmigo la herencia». Él le contestó: «Hombre, ¿quién
me ha nombrado juez o árbitro entre vosotros?»
Y dijo a la gente: «Guardaos de toda codicia. Pues, aunque uno ande
sobrado, su vida no depende de sus bienes».
Y les propuso una parábola: «Un hombre rico tuvo una gran cosecha. Y
empezó a echar cálculos: ¿Qué haré? Pero Dios le dijo: Necio, esta
noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado, ¿para quién será?». Así
sucederá al que atesora para sí y no es rico ante Dios ( Lc 12,13-21) .
El evangelista San Lucas plantea el asunto de la riqueza a través de una
discusión, por una herencia, tan corriente en las familias y entre hermanos. Nos
recuerda la obra de Hesíodo, "Los trabajos y los días", que parte de un litigio
parecido. Jesús rehúye la cuestión finamente y, aprovechando la oportunidad,
propone una parábola, que especifica su enseñanza certera sobre la codicia y la
riqueza.
Se aprecia en la parábola la tremenda soledad de ese hombre, rico y avaro;
es, sin duda, un aspecto enormemente lastimoso y terrible. Vive aislado y solo,
únicamente se tiene a sí mismo y su cosecha, su compañía es la zozobra y la
inquietud por los dineros y el modo de custodiarlos. Cuenta y sopesa su renta, le
preocupa la cantidad, lo sofocan las previsiones y su conservación. Está obnubilado,
su objeto e interés son atesorar y acumular los bienes materiales. Su corazón sólo
ve el dinero y su acopio. Se ha identificado con sus posesiones y riquezas. Ya no es
hombre, es su cosecha. Está vacío, su vida es el haber. La codicia no sólo es
incapaz de hacer vivir más o menos, sino que además incapacita para el desarrollo
de las propias capacidades. Jesús resalta la primera: la capacidad de relación con
Dios. Matando esta capacidad, la codicia mata al propio codicioso.
La riqueza exige reparto, justa distribución y comunicación; existe en
relación a los demás, requiere el acto libre y equitativo de compartirla con los otros,
en el desprendimiento y el despego del alma. Por eso, el Maestro en el esencial
Sermón del Monte declara: “Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos
es el Reino de los cielos (Mt 5,3). Frente a ello, el acumular, conservar, proteger,
atesorar, guardar y esconder cosas es la necedad que acarrea la desdicha, la
infelicidad y la pérdida. Poner el alma en el dinero, como dice San Pablo, “es una
idolatría”, es adorarlo, divinizarlo, hacedlo el dios Machón, por tanto “enterrad todo
lo terreno. En lugar de un medio, para servir, compartir, ayudar y vivir, se
convierte en objetivo único, en fin primordial, que somete, esclaviza; lo sacrifica y
arruina todo y a todos. Este, al que se llama necio, se olvidó de la inexorable
muerte. Pero es que, ya, mucho antes, andaba muerto. Lo mata la ambición del
tener y poseer, su egoísmo lo deja sin futuro, no sabe que la seguridad y la vida se
hallan en dar, en entregar, en compartir y comulgar con el prójimo. Por la posesión
de un poco, lo pierde todo.
El cristiano es un expropiado total de todas las cosas, porque es dueño y
amo de todo. Las cosas aprisionan, los objetos mundanos reducen las dimensiones
de nuestro corazón, que se empequeñece y empobrece y se cierra con aquello a lo
que se repliega. La posesión es sobre todo limitación de libertad. La avaricia es la
falsificación de la propia vida, pues las cosas no se dejan atrapar, de ahí que al
identificarse con la posesión, se produce el vacío y al llegar la hora final, quedan
allí. La cosa, escapando de sus manos, persiste, con tozudez, «ajena» a él, aunque
la apriete y retenga, precisamente porque pretende cogerla y retenerla, huye, se
ríe burlona y queda intacta, intocable. Siempre lo dejará insatisfecho. A pesar de
sus planes, él se va en breve y sin previo aviso, ¿para quién serán?
La tierra pertenece a los «mansos», a aquellos que nada reivindican. La idea
que presenta hoy el Maestro es ser rico o pobre ante Dios. Es pobre ante Dios el
que almacena dineros para sí, negado a los bienes del Reino y al compartir con los
demás; es rico, en cambio, el que pone su corazón y su vida centrados en Dios y
dedica al servicio de los demás lo mucho o poco que tiene, su abundancia o su
escasez. El desprendimiento de lo terreno lleva a visualizar lo invisible, descubre el
secreto de la naturaleza, el gozo del hombre y del riachuelo, de la poesía y la
felicidad, la contemplación de la simétrica creación. Es el signo de la liberación en la
alegría, liberada de angustia.
El cristiano, frente al usurpador avaro que busca la seguridad en los bienes
terrenos, es el hermano, el contemplativo, el hombre de la amistad y del
encuentro, que entabla y pide "comunicación". No vive y se detiene en las cosas, no
se cierra, no acapara y rechaza; muy al contrario, se abre a la verdad de las cosas,
avanza, se entrega, da y comparte, contempla y ama. Reside en la alegría de dar.
Camilo Valverde Mudarra