SU SEÑORÍA
Sus señorías abandonaron por fin el hemiciclo, después de aquella sesión
tan solemne, tensa e interminable.
Uno de ellos, aquél que desde el principio lo vio tan claro; aquél que
durante meses había dedicado tinta, decibeles y horas para sacar de la
oscuridad a los colegas que se mostraban dubitativos; aquél que buscó
argumentos por cielo, mar y tierra... (bueno, en sentido estricto, se redujo
a mar y a tierra, con el fin de salvaguardar sus arraigados principios de
aconfesionalidad y laicidad) veía por fin coronados sus desvelos para salvar
la sagrada laicidad de la nueva constitución.
Y eso había que celebrarlo. De hecho, la cita ya se había concertado. Tan
seguros estaban del triunfo. Cinco comensales en el restaurante Paraíso, a
las 11 de la noche. La verdad, que cuando le mencionaron a su señoría el
nombre del establecimiento, no le hizo mucha gracia pues le parecía un
término proveniente del más rancio argot teológico del cristianismo, pero a
esas alturas fue imposible cambiar de planes. Y además, sus cuatro colegas
coincidieron en que ahí se cenaba paradisíacamente.
Al despedirse, su señoría abordó su coche. Le esperaba su eficaz chofer,
Pedro. Su señoría estaba muy satisfecho del desempeño profesional de
este buen conductor, pero el nombre no le gustaba nada. De hecho, muy
pocas veces llamaba al chofer por su nombre. Un nombre, pensaba su
seoría, con claros resabios “catolicoides”. Alguna vez pens en proponer a
Pedro que se cambiara de nombre, pero le detenía el principio de tolerancia
que tantas veces había enarbolado. El día que descansaba Pedro, su
señoría se movía en taxi. Cuando lo solicitaba por teléfono, ponía
amablemente la condición de que fuera un taxi libre de baratijas religiosas
en antenas y espejos retrovisores. Su señoría, al ver rosarios, estampas o
medallas, sentía pena de que en pleno siglo XXI hubiese aún gente que
creyera en esas supersticiones religiosas.
Como era viernes, su señoría no fue a casa como de costumbre sino que
directamente se dirigió a su casita de campo. Ahí, su familia le estaría
esperando. La casita estaba situada en un pequeño pueblo, en las afueras
de la ciudad; se llamaba San Tristán de los Campanarios. La casita era una
delicia, pero cada vez que tenía que explicar a sus amigos la ubicación
exacta de la finca, algo en su estómago se movía y carcomía una micra más
la pequeña úlcera que desde hace algunos años le molestaba. El nombre
del pueblo, para su señoría, encerraba una elevada concentración de
reminiscencias cristianas. Es cierto que alguna vez le había merodeado la
curiosidad de saber qué tenor de vida habrá llevado tan folklórico santo,
pero siempre había sabido matar tal curiosidad a tiempo gracias a su firme
e innegociable espíritu laicista. Lo que sí había intentado más de una vez
era localizar alguna casa en otro pueblo de nombre más acorde a los
tiempos de la modernidad y el progresismo, pero sin éxito. Su señoría
estaba ya casi piadosamente resignado a vivir y morir los fines de semana
en San Tristán de los Campanarios.
Su señoría sabía que ahora que se acercaba la Navidad, su hija pequeña,
Libertad, le preguntaría de nuevo que quién era ese niñito en pañales que
en algunas tiendas, no muchas, aparecía al lado de un buey y de un burro...
De hecho, su señoría, no llamaba Navidad a la Navidad, sino que hablaba
simplemente de “las fiestas”. Ciertamente las celebraba, pero en ciertos
momentos, se sentía un poco incómodo. En el fondo le fastidiaba constatar
cómo los cristianos durante tantos siglos se han dedicado a imponer sus
fiestas y tradiciones de una manera tan intolerante como arrolladora.
Una de las cosas que más disfrutaba su señoría, era pasear por el campo. Y
mejor aún si se trataba de subir pequeñas montañas. Los paisajes le
reconfortaban. Pero su gozo en la cima invariablemente se veía
ensombrecido por la inalterable y desagradable presencia de ermitas y
santuarios. De las 57 montañas que había conquistado, sólo tres se habían
librado de la presencia de una ermita. Cuando no se trataba de la ermita
de san Pacomio, era la capilla de un anacoreta medieval, o de una Virgen
casi desconocida, o del santo patrón del pueblo más pintoresco de la zona.
La verdad, por cierto, es que de entre esas tres montañas liberadas, en la
cima de una de ellas se erguía una cruz de hierro, pero su señoría no le dio
tanta importancia como para dejar de contabilizarla en las montañas libres
de ermitas y santuarios. Después de todo, aquella cruz no medía más de
dos metros de altura y se encontraba en un estado avanzado de oxidación.
Otro de sus pasatiempos era la lectura. Estaba convencido de que la
lectura era uno de los remedios más eficaces contra la superstición y la
religión, que para su señoría eran lo mismo. Esta vez releía la gran joya de
la literatura castellana y universal, Don Quijote de la Mancha. Repasaba el
capítulo LX de la segunda parte, después de la detención sufrida por el
caballero andante y su fiel escudero a manos de cuarenta bandoleros de las
filas de Roque Guinart. Don Quijote al ver el buen corazón y acertado juicio
del jefe de los malhechores le dijo: “... su merced está enfermo, conoce su
dolencia, y el cielo, o Dios, por mejor decir, que es nuestro médico, le
aplicará medicinas que le sanen, las cuales suelen sanar poco a poco, y no
de repente y por milagro.” En ese momento, su seoría cerr violentamente
el libro, espetando: “Demonios! Cmo es posible que nuestras joyas
literarias estén infestadas de esta terrible simbología religiosa?” Y, luego,
como en un acto reflejo, cayó en la cuenta de que se le había escapado la
palabra “demonios!” Desde hace meses se había hecho el propsito de
erradicar el uso de esta interjección por su clara alusión a las míticas
doctrinas cristianas. Pero, la verdad, es que, a veces, no podía evitarlo, le
salía natural.
Del enojo que le produjo tal suceso, y antes de dormir, decidió distraerse
escribiendo una carta. Al despedirse, escribi la palabra “Adis”, pero en
seguida la borró por ser un vocablo claramente de origen cristiano. Lo
intercambió por un amorfo y laico “Nos vemos”. En la carta relataba
ufanamente a su amigo las dificultades que enfrentó para que finalmente
venciera el sentido común y le mostraba su satisfacción por haber evitado la
inclusión de la mención de las raíces cristianas en la constitución; ¿por qué
tendríamos que mencionarlas -reflexionaba su señoría- si es que no hay
tales raíces? Y después del “nos vemos”, estamp su firma: “Tu colega,
José Guadalupe Gracia Cruz”.
P. Arturo Guerra, LC
Director del campus varonil del Instituto Cumbres y Alpes Saltillo
aguerra@arcol.org