PRECAUCIONES-previas
Por Padre Pedrojosé Ynaraja
Cuando uno adquiere un medicamento acostumbra a leer el prospecto que
acompaña al producto. Y después de enterarse de las excelencias del especifico,
continúa leyendo un apartado que describe las limitaciones, los efectos secundarios
y las incompatibilidades. Sirva lo dicho de símil de lo que escribiré a continuación.
Estamos llamados, invitados, a trabajar por el Reino, en el seno de la Santa Madre
Iglesia. A cada uno se le propone su peculiar respuesta y se espera que sea fiel a
ella. Si nuestra Madre es Asamblea Santa, Congregación, Encuentro, cada uno se
aproxima a ella a su manera. Vaya por delante que resulta imposible ver la
totalidad de una esfera, en un momento determinado, o sacar una fotografía de la
totalidad del Atomium de Bruselas. Cuando uno lo contempla, decide por sí mismo
qué ángulo y con qué objetivo la sacará. Algo semejante ocurre con la elección de
la respuesta a la llamada del Señor. Pero ocurre, lamentablemente, que, sin saber
cómo, aparece con frecuencia la envidia, que lesiona las actividades apostólicas.
Estamos inclinados a considerar que se trata de un vicio infantil, propio del niño al
que le sorprende la llegada de un hermano menor, que acaparará los cuidados de
los padres. Se le da nombres inocentes: pelusa, pelusilla, en castellano. En las
otras lenguas, debe ocurrir algo semejante. Pero la envidia no es tan inocua como
parece. Frustra grandes proyectos y bellas iniciativas.
En el inicio de la Biblia, encontramos una perfecta descripción de su malignidad. En
la descripción de lo que llamamos pecado original, se relata con simpáticos detalles
la escena del árbol. Un Dios bondadoso, un enemigo, una pareja humana rebelde,
orgullosa y desobediente. El pecado de la soberbia. La cara de la moneda. Pero
antes de darle la vuelta, para que nos enteremos de otro aspecto, enraizado desde
el principio en el ser humano: el homicidio, introduce un texto que parece obra de
sicólogo. Le descubre Dios a Caín lo que germina en su interior, le advierte de su
peligrosidad, pero también de que es capaz de vencerlo. No hace caso. No para
mientes en ello, se precipita atolondrado, movido por el odio, tal vez sea mejor
llamarle envidia, sale al exterior y asesina a su hermano.
Continúa la historia sagrada y de cuando en cuando va dejándose ver la misma
maligna carcoma. Lo que siente Sara por Agar y su hijo Ismael. Las intrigas de
Jacob y Esaú. Las de Jacob con su suegro. Las de sus esposas. Las de las esposas
del Rey David. Rivalidades de palacio que se dejaran ver en la historia de Jezabel y
el pobre Nabot. El profeta Elías que, protegido primorosamente por Dios, sufre y es
víctima, no obstante, de la envidia de la reina.
Aterrizo. ¡Cuantos buenos proyectos de evangelización, de apostolado, son
machacados, desprestigiados, anulados por calumnias que obedecen simplemente a
la envidia de compañeros, que quisieran que todos se sintieran súbditos suyos,
obraran como a ellos les gusta, a su antojo, la mayoría de veces!
He redactado el presente, porque un día u otro tenía proyectado hacerlo, pero, si
hoy lo escribo, es porque he sufrido recientemente las consecuencias dolorosas de
envidias “de gente de misa”. Como consecuencia de ello, se han suprimido
proyectos y se ha decepcionado a gente de buena fe. Me ha dolido amargamente.
Comentándolo con personas de confianza, he oído, esta y otras veces, que me
decían: pero si pasa también en mi empresa, si es común entre socios y ejecutivos.
Mi dolor ha aumentado: se compara, sin inmutarse, sin horrorizarse, a la Santa
Madre Iglesia, esposa amada de Jesucristo, con una vulgar multinacional. Y lo que
más me ha penado es que tenían razón. Muchos de los comportamientos de la
clerecía obedecen a semejantes vicios. He recordado que ya en el 1957, en unas
“Ejercitaciones para un mundo mejor”, del P. Lombardi, se nos advirtió que el
pecado amarillo del clero, es la envidia. Me he consolado, pero lamento haberlo
sufrido y que otros continúen siendo víctimas de lo mismo.
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