LOS GLOBOS DE DON ABUNDIO
Don Abundio ya tenía el pelo blanco. Su vida se le iba arrastrando por las
calles y las dos plazas del pueblo un carrito destartalado lleno de globos.
Y es que sus globos eran su vida. Sólo los niños forasteros de aquel pueblo
podían decir que en sus fiestas de cumpleaños habían faltado los globos de
don Abundio. Tenía globos para todos los gustos: uno tenía forma de
espada, otro era tan gordo que casi asfixiaba a los demás, otro más lucía el
color más chillón del mercado…
Lo curioso de este don Abundio, globero profesional, era que nunca vendía
su producto. Lo rentaba.
En su ya larga experiencia en el trato con los globos, don Abundio sabía que
un globo necesitaba ayuda antes, durante y después de la fiesta. En sus
viajes por otros pueblos, a don Abundio le dolía encontrarse con globos
abandonados a la mañana siguiente de la fiesta. Es cierto que tan sólo
unas horas antes, aquellos globos se encontraban briosos, elegantes, y muy
decididos a escalar las alturas, pero al paso de las horas se ponían tristes,
aparecían enclenques a medio inflar y cedían poco a poco a la ley de la
gravedad… Así que don Abundio cuidaba sus globos; los conocía uno por
uno; y, de cinco o seis de ellos, corría el rumor de que habían amenizado ya
500 fiestas de cumpleaños cada uno. Era tanto su amor por los globos que
don Abundio llegaba incluso a adoptar globos abandonados de otros
pueblos.
Cuando rentaba sus globos para alguna fiesta, se encargaba de todo. Los
colocaba en los lugares donde más podían lucir. Unos los pegaba, otros los
amarraba, otros los dejaba sueltos contra el techo. A medida que la fiesta
avanzaba y antes de que empezaran a desinflarse, don Abundio
discretamente entraba con su carrito, en el que llevaba siempre un par de
tanques de gas fresco, y daba un repasito a cada globo para que
amanecieran todos bien. A la mañana siguiente venía por ellos para seguir
cuidándolos y preparándolos en su taller para la siguiente ocasión…
Algo así nos puede suceder a los humanos. En realidad nos parecemos a
los globos porque sentimos en el corazón una fuerza que constantemente
nos propulsa a las alturas, pero a su vez nos damos cuenta de que esa
fuerza se desgasta con el paso del tiempo y que si no contamos con alguna
fuente de renovación terminamos desinflados. Percibimos la hermosura de
una vida generosa y que busca siempre el bien, y casi al mismo tiempo
como que una fuerza misteriosa intenta arrastrarnos hacia el egoísmo
disfrazado de paraíso de delicias.
Así que necesitamos de algún buen don Abundio que nos quiera y nos
cuide. Si nos dejamos a nosotros solos, sin la ayuda de nadie, pronto
seremos como esos globos enclenques a medio inflar que terminan
lamiendo el suelo.
El Señor es nuestro Don Abundio. ¡Cuántas ganas y cuánto cariño pone
nuestro buen Dios a la hora de cuidarnos! El problema es que a veces
somos globos rebeldes que se las ingenian para escaparse del carrito de
nuestro Dios, y presumiendo de libertad nos vamos solos a alguna fiesta de
cumpleaños distinta a la pensada por nuestro Don Abundio… En las
primeras horas la cosa parece que va bien, pero siempre sucede lo mismo:
cuando el sol empieza a salir, estamos ya desinflados, tristes y sin ayuda.
Yo creo que es a través de sus sacramentos y de la oración, como el Señor
puede mantenernos en forma. Si huimos de la oración y nos alejamos de
sus sacramentos, pronto nuestra alma se convertirá en ese globo triste a
medio inflar.
Señor, ínflanos con cariño cada mañana, para que podamos sembrar
generosidad y alegría a nuestro alrededor cada día, y para que cuando
llegue ese momento –que sólo tú conoces– en el que cortarás el último
hilito que nos amarraba a este mundo, tendamos briosos y entusiastas a las
alturas para encontrarnos contigo...
P. Arturo Guerra, LC
Director del campus varonil del Instituto Cumbres y Alpes Saltillo
aguerra@arcol.org