Aristóteles con corazón de niño
P. Fernando Pascual
12-6-2012
Sorprenden las preguntas continuas de un niño. ¿Por qué llueve? ¿Por qué llegan las nubes? ¿Por
qué aparecen las flores? ¿Por qué caen las hojas de los árboles en otoño? ¿Por qué ponen
semáforos? ¿Por qué no tenemos un gato en casa?
Cada respuesta depende de los conocimientos y de la sinceridad de los padres. Porque una cosa es
explicar el fenómeno de la lluvia, que sigue leyes más o menos complejas en el mundo atmosférico,
y otra desvelar que no hay un gato en casa porque el padre o la madre tienen miedo a los felinos.
Pero los niños insisten, una y otra vez. Sus preguntas salen como flechas, inflexibles, y apuntan a
los blancos más desconcertantes. Estrellas y coches, hormigas y aviones, mariposas y televisores:
¿por qué, por qué, por qué?
Algunos han dejado de lanzar preguntas. En parte, porque creen que han encontrado una respuesta
más o menos convincente para satisfacer sus corazones. En parte, porque prefieren seguir adelante,
sin demasiados “porqués”. Les basta con averiguar un conformista “cómo” que permita usar las
cosas que tenemos a la mano del modo más provechoso posible. (Como se ve, también hay
diferentes porqués para explicar por qué algunos no preguntan...).
Aristóteles, en un mundo que parece muy diferente del nuestro, preguntaba una y otra vez “¿por
qué?” Tenía un corazón de niño, incansable, incisivo, profundo, tenaz, siempre insatisfecho.
Sus respuestas, después de más de 24 siglos, pueden provocarnos una sonrisa entre irónica y
compasiva: no resulta muy convincente decir que, según parece (Aristóteles no lo tenía muy claro),
el zángano sería macho porque no trabaja, o que la obrera de las abejas sería hembra porque cuida
de las larvas...
Hoy damos explicaciones más “científicas” al tema del sexo de las abejas, precisamente porque
queremos conocer el motivo más profundo de su comportamiento tan complejo. En el fondo, cada
respuesta surge desde esos porqués que no nos dejan tranquilos.
Afortunadamente, en muchos sigue vivo algo que caracterizaba al inquieto Aristóteles, cuando nos
preguntamos sobre el porqué del vuelo de los estorninos, o cuando volvemos una y otra vez a la
pregunta de las preguntas: ¿existe algo o Alguien, un Dios eterno y perfecto, que permita llegar al
último porqué sobre el mundo y sobre la vida?
Muchos, hoy día, están muy lejos de esa búsqueda sobre el último porqué, sobre aquello que no
tiene otro motivo de explicación más que su misma existencia. Un gran número de personas se
contentan con el porqué inmediato, y dejan de lado aquellas investigaciones que podrían ayudar a
responder no sólo a un niño pequeño y lleno de curiosidades, sino también a nuestro corazón
inquieto que no acaba de entender por qué existe el universo y si tenga algún sentido concreto el
existir humano.
En la antítesis del pensamiento aristotélico, hace años Jacques Monod escribió unas palabras
provocadoras: “La antigua alianza está ya rota; el hombre sabe al fin que está solo en la inmensidad
indiferente del Universo de donde ha emergido por azar. Igual que su destino, su deber no está
escrito en ninguna parte” (“El azar y la necesidad”). Si existimos por azar, no hay un porqué último
ni un sentido para la existencia humana.
Aristóteles, sin embargo, mantiene fresco su espíritu. Porque el azar necesita también ser justificado
ante la misteriosa riqueza creativa que descubrimos frente a nosotros; y porque el azar no puede ser
una respuesta adecuada para explicar a un niño amante del saber por qué los aviones no caen al
suelo (la mayoría de las veces) y por qué sus padres no le compran el gato que tanto desea...