ENAMORARSE II
Padre Pedrojosé Ynaraja
Hable de mi primer amor y me referí a otros posteriores. Tanto en el instituto de
Burgos, como en el colegio de Vic, el alumnado era exclusivamente masculino.
Ahora bien, fueran hermanas, primas o hijas de ferroviarios, nunca me faltó
compañía femenina. El encuentro a que me referí la semana pasada era otra cosa,
y los posteriores también. Nunca se redujeron simplemente a salir.
Abundaban las palabras cargadas de emotividad y me descubrían algo de
enigmático “eterno femenino”. Fueron tan limpias, que cuando entré en el
seminario, de nada hube de arrepentirme. Un día cuando me iniciaba en el
sacerdocio, desde el confesonario vi como se acercaba una chica con la que había
simpatizado. La situación me resultaba violenta. Ni era justo salirme, ni posible
continuar, allí y con ella, un trato superficial. Tal vez no me conocerá, pensaba.
Pues sí, me conoció y confesó sus pecados correctamente, eso sí, me trataba de tu,
cosa inusual en aquel tiempo al dirigirse a un sacerdote.
Vuelvo a repetir que amar enriquece y ser amado también. Esto último lo descubrí
mas tarde. Fue mientras dormía. Soñé que una chica me abrazaba y me decía
apasionadamente: te quiero. Me desperté. Sentía una felicidad inmensa, una
satisfacción tan grande, que llegué a pensar que tal vez había errado en el camino
emprendido. Me decía a mi mismo: supongamos que el amor de Dios vale por mil y
el de esta chica solo por uno. En la pizarra de mi imaginación veía: 1001>1000. Por
más vueltas que le daba, no podía cambiar las matemáticas. Escoger el celibato,
me parecía en aquel momento ser un poco menos rico que si gozara de los dos
amores. Imaginé que la vida espiritual era la ascensión a una montaña. El camino
escogido, en el que había un solo amor, podía no ser el más común, aquel trillado y
acotado, que gozaba de los dos amores. El por mí elegido, tal vez daba más
vueltas. Pero era en el que me había
comprometido y al que debía ser fiel. El escultismo me había inculcado el valor del
compromiso y la lealtad. Debía continuar.
Durante la vida sacerdotal me he dado cuenta de que, por aquellos conductos que
habían abierto amores femeninos, se desbordaba el inmenso Amor de Dios, que me
empapaba de felicidad.
Recuerdo el libro de Martín Descalzo. Refiere él un amor semejante. No hace
mucho, durante un viaje, hablaba con una monja. Ambos, también Martín Descalzo,
habíamos crecidos en paisajes de tierras próximas. Comentando lo de aquel
enamoramiento, me dijo con sencillez que ella era la chica de trenzas, que contaba
en “Un cura se confiesa” y que fue premio Planeta. Me lo contaba con la misma
satisfacción e ingenuidad con que lo había vivido.
Si fuera obispo, antes de ordenar a un chico, le preguntaría: ¿cuántas veces te has
enamorado?. Si la respuesta fuera negativa, tendría mis dudas…