FIN DE AÑO
31 de diciembre 2012
Padre Félix Castro Morales
Estamos reunidos en la primera Vísperas de la solemnidad de Santa María, Madre
de Dios, y para dar gracias al Señor al final del año elevando un himno de acción de
gracias al Señor por las innumerables gracias que nos ha dado, pero además y
sobre todo por la Gracia en persona, es decir, por el Don viviente y personal del
Padre, que es su Hijo predilecto, nuestro Señor Jesucristo.
Otro año llega a su término, mientras que, con la inquietud, los deseos y las
esperanzas de siempre, aguardamos uno nuevo. Si pensamos en la experiencia de
la vida, nos deja asombrados lo breve y fugaz que es en el fondo. Por eso, muchas
veces nos asalta la pregunta: ¿Qué sentido damos a nuestros días? Más
concretamente, ¿qué sentido damos a los días de fatiga y dolor? Esta es una
pregunta que atraviesa la historia, más aún, el corazón de cada generación y de
cada ser humano. Pero hay una respuesta a este interrogante: se encuentra escrita
en el rostro de un Niño que hace dos mil años nació en Belén y que hoy es el
Viviente, resucitado para siempre de la muerte.
En el tejido de la humanidad, desgarrado por tantas injusticias, maldades y
violencias, irrumpe de manera sorprendente la novedad gozosa y liberadora de
Cristo Salvador, que en el misterio de su encarnación y nacimiento nos permite
contemplar la bondad y ternura de Dios. El Dios eterno ha entrado en nuestra
historia y está presente de modo único en la persona de Jesús, su Hijo hecho
hombre, nuestro Salvador, venido a la tierra para renovar radicalmente la
humanidad y liberarla del pecado y de la muerte, para elevar al hombre a la
dignidad de hijo de Dios.
Resulta sumamente sugestivo, en el ocaso del año, escuchar nuevamente el
anuncio gozoso que el apóstol Pablo dirigía a los cristianos de Galacia: “Cuando se
cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para
rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos la adopción filial# (Ga
4,4-5). Estas palabras tocan el corazón de la historia de todos y la iluminan, más
aún, la salvan, porque desde el día en que nació el Señor la plenitud del tiempo ha
llegado a nosotros. Así pues, no hay lugar para la angustia frente al tiempo que
pasa y no vuelve; ahora es el momento de confiar infinitamente en Dios, de quien
nos sabemos amados, por quien vivimos y a quien nuestra vida se orienta en
espera de su retorno definitivo.
Desde que el Salvador descendió del cielo el hombre ya no es más esclavo de un
tiempo que avanza sin un porqué, o que está marcado por la fatiga, la tristeza y el
dolor. El hombre es hijo de un Dios que ha entrado en el tiempo para rescatar el
tiempo de la falta de sentido o de la negatividad, y que ha rescatado a toda la
humanidad, dándole como nueva perspectiva de vida el amor, que es eterno.
Cuando los cristianos se dirigen a María en todos los tiempos y lugares, se dejan
guiar por la certeza espontánea de que Jesús no puede rechazar las peticiones que
le presenta su Madre; y se apoyan en la confianza inquebrantable de que María es
también Madre nuestra; una Madre que ha experimentado el sufrimiento más
grande de todos, que se da cuenta, juntamente con nosotros, de todas nuestras
dificultades y piensa de modo materno cómo superarlas.
La devoción mariana se concentra en la contemplación de la relación entre la Madre
y su divino Hijo. Los fieles, en la oración, en las pruebas, en la gratitud y en la
alegría, han encontrado siempre nuevos aspectos y títulos que nos pueden abrir
mejor a este misterio como, por ejemplo, la imagen del Corazón Inmaculado de
María, símbolo de la unidad profunda y sin reservas con Cristo en el amor.
“Donde está Dios, allí hay futuro”. En efecto: donde dejamos que el amor de Dios
actúe totalmente sobre nuestra vida y en nuestra vida, allí se abre el cielo. Allí, es
posible plasmar el presente, de modo que se ajuste cada vez más a la Buena
Noticia de nuestro Señor Jesucristo. Allí, las pequeñas cosas de la vida cotidiana
alcanzan su sentido y los grandes problemas encuentran su solución.
Con esta certeza imploramos a María, con esta certeza creemos en Jesucristo,
nuestro Señor y nuestro Dios. Amén.