DIOS ES OPTIMISMO, YO OPTIMISTA CASI SIEMPRE.
Padre Pedrojosé Ynaraja
Hablaba la semana pasada de mi experiencia personal, referida al presbiterado.
Distinguía dos vertientes, la del ministerio y la evangelizadora o vocacional. No
niego que ser fiel a la primera, ejerciendo el parroquial, catequesis, cursillos y
clases, se logra satisfacción. Lo que hoy llaman realizarse. Pero no deja de
compararse con los otros, los que comparten amor matrimonial y paternidad. En
ciertas ocasiones se pregunta uno ¿soy más feliz que ellos? O, simplemente, ¿soy
feliz?. Atenaza la duda. Recordaba la experiencia que viví aquella noche, soñando
que estaba abrazado a una chica que me decía apasionadamente: te amo. Al
despertar sentía mi corazón ensanchado. Vuelvo a repetir que ser amado
engrandece. Con sinceridad se lo dije a alguna chica que, también con sinceridad,
me dijo que se había enamorado de mí. Nunca me enojé, ni satisfizo mi vanidad. Se
lo agradecí y lamenté que no pudiera engrandecerla yo a ella, pero que procuraría
su felicidad de otra manera.
Se preguntará el lector ¿Cómo y cuando acabó la duda? Me place recordarlo.
Buscaban a un compañero mío sacerdote, en aquel momento ausente y me
rogaron, que fuera yo a asistir a una moribunda. Fui de inmediato. Se trataba de
una enferma del corazón. Una mujer joven, tenía 26 años. Su marido la maltrataba,
tenía una hija de seis años, que lamentaba que se pudiera quedar sola y
desamparada. Era una mujer alegre, desbordaba simpatía, pese al sufrimiento. Se
lo dije mientras le hacía referencia a la otra vida, al Cielo. Con ingenuidad me dijo
que por eso no se desesperaba. Me confió que un día que una vecina le preguntaba
porque siempre sonreía, dada su situación. Al referirse ella a su Fe y la otra reírse
de que creyera en estas cosas, le contestó: mira, si no confiara en Dios, ahora
mismo, con este cuchillo de cocina, te haría saltar el dinero que llevas en el bolso,
que sé que es mucho. Murió feliz en el hospital, según me contaron, a los dos días.
Al salir de la visita, mi felicidad era inmensa. Me di cuenta de que mi elección, la
fidelidad a la vocación, habían abierto un ancho boquete en mi corazón, por donde
ser desbordaba el Amor de Dios y me inundaba de felicidad. Desde aquel sueño que
había colado la duda, aquel que formulaba como 1001>1000, hasta este encuentro,
habrían pasado dos años, un intervalo con cierto pesimismo. Han pasado más de 50
años. A partir de entonces, todo ha sido diferente. De aquí que diga: soy optimista
casi siempre y que añada: el sacerdocio como exclusivo ministerio, difícilmente se
soporta y se vive felizmente. Evangelizar, como respuesta a una llamada divina,
mantiene joven y feliz.