Políticos condenados, políticos aplaudidos
P. Fernando Pascual
4-5-2013
El mundo democrático no es indiferente a ciertos valores éticos. Por eso, cuando se descubre que un
político ha mentido, ha copiado, ha presumido de títulos que no tiene, casi es automático pedir su
dimisión inmediata.
Sin embargo, otros valores éticos han quedado en la penumbra. Incluso en algunos lugares se ataca
a quienes los defienden y se ensalza a quienes los pisotean.
Así, por ejemplo, vemos cómo la prensa y la gente se lanza a pedir la dimisión de algún ministro
que copió su tesis doctoral, mientras aplaude a otros ministros que defienden el aborto, que
promueven leyes que destruyen la idea correcta de matrimonio, que son partidarios de la
legalización de las drogas.
¿Por qué ocurre esto? ¿Por qué tanta dureza ante un político que en su pasado cometió el
vergonzoso delito de plagio y tantos aplausos a otro político que defiende y promueve el aborto
como si fuera un “derecho” cuando en realidad se trata de un acto injusto?
La respuesta para muchos parece sencilla: porque el plagio está condenado por muchas leyes,
mientras que el aborto es algo admitido en muchos países.
Pero esa respuesta radicaliza aún más la gravedad del problema: porque entonces un delito menor
(delito, pero de importancia menor) es perseguido mientras que un delito mayor (sumamente grave)
es aprobado por la ley y aplaudido por algunos políticos como una “conquista” y un “derecho”.
Una sociedad que castiga a los que copian y ensalza a los que destruyen vidas humanas ha perdido
completamente el norte: ha optado por cimentarse en la injusticia.
Para sociedades así vale la famosa pregunta de san Agustín que recordaron tres papas en los últimos
100 años nuestra historia: Pío XII, Juan XXIII y Juan Pablo II. El obispo de Hipona decía: “Si se
abandona la justicia, ¿qué son los reinos sino grandes bandas de ladrones?” (cf. “De civitate Dei”
IV, 4: ML 41,115).
Esa pregunta, aplicada a lo que se vive en no pocos países del mundo, podría ser continuada de la
siguiente forma: si en las democracias se castigan delitos menores y se enaltecen delitos mayores,
¿no estamos ante una perversión del Estado? ¿No han perdido el norte aquellos políticos que cuelan
un mosquito y se tragan un camello? ¿No han dejado en el olvido su vocación a servir el bien
común y la justicia?