DÍAS DESPUÉS
Habían transcurrido cincuenta días (“Pentecostés”) de la fiesta de la Pascua.
Entre miedos y preguntas se aprontaban a una celebración ritual.
Aquellos hombres, devotos judíos, no podían omitir tal fiestas pero,
tampoco, podían olvidar su experiencia con Jesús.
Tenían miedo. Se mantenían, aún, escondidos.
Celosamente conservaban la puerta de acceso cerrada.
Mantenían la remota esperanza de una promesa por cumplir.
Pero dicha promesa era tan lejana que predominaba en ellos el miedo.
Si bien todo había concluido en un dramático fracaso el hecho de la
resurrección era demasiado asombroso como para que pudiesen acallar sus
miedos y sus preguntas.
Sus mentes mantenían una perdurable nebulosa y ello hacía que fuese más
seguro y más tranquilo reunirse en secreto y a puerta cerrada.
Allí esperaban sin saber qué y, mucho menos, por cuánto tiempo.
Repentinamente una convicción interior les sacude.
Ya no dudan. Todo se hace certezas.
Ya no hay lugar para los miedos.
Jesús es Cristo. Jesús era el Mesías esperado.
No se hace necesario continuar esperando. Era un salvador de una realidad
distinta a la esperada.
La liberación ya ha llegado. El nuevo Reino ya está en marcha.
Se ha perdido demasiado tiempo pero....solamente se hace necesario abrir
la puerta.
Es el tiempo de la proclamación, del anuncio.
Durante mucho tiempo habían estado aferrados a Jesús y, ahora, se daban
cuenta que debían aferrarse a Cristo.
El Espíritu Santo había llegado hasta ellos y, juntos, habían podido dar el
salto de la fe.
Podían ver claro y la Buena Noticia que descubrían en sus manos era
demasiado grande como para no salir a compartirla.
De allí en más todo es camino, testimonio y anuncio.
De allí en más todo es volverse peregrinos proclamantes de esa Buena
Noticia que descubrían estaba en ellos sin haberse dado cuenta.
Se transforman en caminantes más allá de los caminos para dar sus vidas
en pos de un anuncio.
Quizás nunca quedó, en ellos, registrado el momento del cambio puesto que
en un día de Pentecostés dejaron de ser judíos (como religión) para
comenzar a ser cristianos.
Quedó, sí, registrado aquel día de Pentecostés como el día en que, porque
gracias al Espíritu Santo, supieron descubrir que Jesús era el Cristo y
dejaron de tener miedo para, plenos de audacia, comenzar a compartirlo.
Es el comienzo de esa comunidad cristiana que se vuelve misionera,
anunciadora y fraternidad de testigos.
Era el comienzo de la Iglesia. Era el tiempo de la puerta abierta.
Ya nada iba a ser igual para aquel grupo de hombres.
Aquel sacudón interior, aquel llegar a la certeza de que Jesús el Nazareno
era el Cristo, cambiaría sus vidas definitivamente.
Era el momento de dejar la plenitud de la dedicación a sus tareas para
transformarse, con cuerpo y alma, al apostolado.
Comienzan a ver todo de una manera distinta puesto que ya no importaba
lo que hizo aquel Jesús con el que habían compartido sino aquel Cristo
(Buena Noticia) que ahora descubrían.
Conducidos por el Espíritu Santo y haciendo diversos signos como para que
su mensaje fuese creíble recorren cien caminos para llegarse hasta muchos
para hacerles la propuesta de un estilo de vida según Cristo.
El Espíritu Santo es, siempre, un sacudón interior que transforma en
testigos de Cristo.
El Espíritu Santo es, siempre, una puerta que permanece abierta para que
la Buena Noticia llegue a todos.
Es la Iglesia que comienza a andar. Es la Iglesia que comienza a ser.
Es Pentecostés. La puerta está abierta.
Somos nosotros, hoy, quienes debemos mirarnos como los nuevos testigos.
¿No necesitamos la ayuda del Espíritu Santo para poder serlo
correctamente?.
Padre Martín Ponce de León SDB