El proyecto de vida frente a la superficialidad cotidiana.
EMILIO RODRIGUEZ ASCURRA
emiliorodriguezascurra@gmail.com
Uno de las rasgos mas característicos de nuestro tiempo es, sin lugar a dudas, la pérdida
de aquellos tabúes respecto a hablar sobre algunos temas, los proyectos de educación
sexual con jóvenes puede ser un ejemplo de ello. Al mismo tiempo asistimos a una
comunidad 2.0, esto es una comunidad que no es pasiva ante la información que
proviene de los medios, sino que participa activamente en foros de discusión,
comentando notas como es el caso de esta revista on-line, tanto a favor de la posición de
los autores como disintiendo con ellos. Comunidad que se convierte en tal a partir de su
participación en estos medios, pues no siempre se da el contacto interpersonal que antes
era requerido para determinarse como grupo social o comunidad.
Todos estos elementos son un avance en la integración de la diversidad social, las
comunidades son organismos complejos, pero que aun en la diferencia sus miembros
bregan por su integración para su más sano funcionamiento.
Sin embargo hay algunos signos que son importantes abordar, todos ellos relacionados a
cierta superficialidad en nuestra relación con las cosas: el zapping que hacemos con la
tv nos habla de la impaciencia de “bancarnos” un argumento de principio a fin, si bien
no siempre el programa elegido es de la mejor calidad; es casi poco frecuente encontrar
personas que puedan leer un libro de corrido sin empezar otro antes de terminarlo; en
los jóvenes se evidencian serios problemas a la hora de ponerse a estudiar un tiempo
determinado sin levantarse del escritorio. Estos temas pueden ser en algún punto
vanidosos y hasta, en algún punto, superficiales, valga la redundancia, pero este modo
de relacionarnos se extiende también a otros temas no menos importantes, diríamos
trascendentales, uno de ellos es el de la muerte.
La muerte era un tema que antes estaba más presente en la “agenda de diálogo” de la
sociedad y que en la actualidad ha sido reemplazado por otros, cuando no ha sido
desterrado, se trata sin lugar a dudas de un tema que nos interpela a todos, no nos deja
iguales al tratarlo que al omitirlo, pero que no podemos evitar. Pues, no estamos
obligados a participar de los foros de discusión, no es inevitable la misma, pero es la
limitación de nuestra vida terrena un tema que es inevitable, en otras palabras, la muerte
es un proceso que nadie puede saltear.
El incremento del fenómeno de los cementerios parque, que por definición son un
parque, ya no un lugar en el que se erigen imponentes bóvedas o modestos nichos en los
que quienes los construyen pensando en los suyos y hasta en ellos mismos, admiten que
somos frágiles y que la muerte es un paso no descartable. Como tal la palabra
cementerio quiere decir lugar de reposo, de descanso, en esos lugares, entendemos,
nuestros muertos esperan la gloria de la resurrección, y quienes quedamos les rendimos
homenaje, no sin dolor, asumiéndolo, no negándolo. La negación de la muerte en
nuestra vida se evidencia también en el creciente número de “velatorios express”, de
pocas horas y en lo posible sin ver al difunto, pues no sabemos cómo afrontar éste
proceso, por tanto deseamos hacerlo rápido para “deshacernos” rápidamente del
problema.
La muerte que negamos en lo concreto regresa a modo de espectáculo: ciertos
sensacionalistas canales de tv que tienen a la muerte entre sus asignaturas preferidas,
dibujos animados y juegos virtuales en los que se combate entre “hombrecitos” hasta
terminar con la vida del otro, entre otros.
Así, la muerte queda vaciada de sentido, cuanto menos hablemos de ella mejor, pues
nos acompleja, nos causa espanto. La simple idea de la muerte como algo inevitable nos
causa temor, lejos de proponérsenos como un camino de crecimiento espiritual.
El filósofo contemporáneo Martin Heidegger admitía que el ser humano es un ser
creado para la muerte, pero lejos de admitirla como mero límite a nuestra temporalidad,
proponía su aceptación e integración, y aseguraba que aquellas personas que lo lograban
alcanzaban un grado de plenitud en su vida que los otros no, lograban una vida auténtica
distinta de la in-auténtica que consistiría en la banalidad temporal y en la negación de la
muerte en nuestra vida, pues “eso le pasa a los otros no a mí”, sin admitir que la otredad
implica la propia alteridad, es decir, que al igual que los otros hay procesos comunes a
todos.
La aceptación de la muerte como algo inevitable no es un destino fatalista, sino todo lo
contrario, una propuesta para encauzar nuestra libertad en la elección de qué sentido
queremos darle al mas acá, a nuestra vida, y con ello otorgarle sentido a la muerte. Es en
el descubrir aquello para lo que hemos sido llamados, el “secreto” escrito en nosotros
por un lápiz en las manos de Dios como diría la beata Teresa de Calcuta, donde se
revela la propia vocación, que se dispone a ser puesta al servicio de los demás,
convirtiéndolo en un secreto compartido por todos y al servicio de todos.
Entonces debemos cuestionarnos acerca de qué sentido queremos darle a nuestra vida,
que aun en el peor de los tormentos como el descripto por el psicólogo Viktor Frankl,
padre de la logoterapia (o terapia del sentido) desde su experiencia en un campo de
concentración nazi, tiene un horizonte hacia el cual moverse y un objetivo hacia el que
apuntar.
Somos polvo, dirá el Génesis, con el hemos sido hechos: tierra, la misma que construye
ladrillos, que compone proyectos, Dios pensó un proyecto para nuestra vida que
debemos descubrir en nosotros como protagonistas de ella, al mismo tiempo que esa
tierra se nos escapa entre nuestros dedos, no podemos retenerla, no somos autores
propietarios de nuestra existencia, pero sí los actuales habitantes de un proyecto a
realizarse.-