La tentación, hoy.
EMILIO RODRIGUEZ ASCURRA
emiliorodriguezascurra@gmail.com
Desde el relato mismo de la Creación del hombre (Génesis 2, 26), y con la prohibición
de comer del árbol del bien y del mal, luego de haber entregado toda la obra al
aprovechamiento de los mismos humanos, la tentación aparece como la enemiga del
mundo, y con ella la libertad del hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios, que es
libre por naturaleza al ser principio y fin de las cosas, no sujeto al espacio ni al principio
de temporalidad, queda perturbada.
Dios recomienda al primer hombre, Adán, y a la primera mujer, Eva, no comer de ese
árbol, hacerlo sería desobedecerlo, traicionando la confianza que ha depositado en ellos
al entregarles toda la obra creadora, el gobierno del mundo: hasta entonces ordenado y
sereno (cosmos), y exhortarlos a poblarla: “crezcan y multiplíquense”.
La tentación conduce al hombre al pecado y a su condenación hasta la obra salvífica de
Cristo por quien hemos sido redimidos, quien también es tentado en el desierto por el
mismo diablo, pero a diferencia de Adán y Eva resiste a la misma.
¿Cómo entender este mensaje hoy? ¿de qué forma comprender la tentación?
En una sociedad como la nuestra podríamos enumerar un listado casi interminable de
cuestiones que nos conducen a la tentación, alejándonos de Dios y acercándonos al
tentador. Sin embargo una de las faltas mas graves no solo de aquellos que sin
conocerlo rechazan el mensaje de Dios, sino de parte de quienes profesamos nuestra fe
católica, es la de expresarla mediante una vida relajada, haciendo de nuestra fe una
propuesta de vida simplista.
Descentrando de nuestra vida lo verdaderamente esencial y colocándonos a nosotros
mismos allí como dignos merecedores de todos los bienes, el mal de nuestros días es
caminar alrededor del lago de nuestro egocentrismo negándonos a asumir la vida con
sus desafíos y otorgándole un lugar a los demás en ella.
Dios aparece en ella como simple justificador de nuestras faltas y no como quien nos
propone una vida mas radical y, por tanto, mas plena y dichosa.
La tentación de nuestros días radica en la ausencia de Dios en nuestra historia, en la
falta de valores que dignifiquen la vida de los seres humanos, en la escasez de lazos que
creen comunidad fraterna. La libertad es entendida como hacer lo que se quiere, en el
momento deseado, y no como un camino para la construcción del bien común.
Hemos perdido el temor reverencial, que lejos está de entender a Dios como aquel “ojo”
que todo lo ve y vigila, sino como una actitud de reconocimiento a Aquel que creó el
mundo, nos lo encomendó a nuestro cuidado y nos perdonó de nuestras faltas. Temor
reverencial que nos invita a habitar en el Reino de su amor, justicia y paz.
Reducir la experiencia cristiana a pseudos espectáculos de fe, rodeados de toda su aurea
de milagros y triunfalismos no es una segura propuesta de fe, pues en algún punto sus
cimientos son frágiles, es fácil erigirnos como jueces absolutos del bien y del mal pero
no lo es tanto mantenernos en esa situación, mas cuando el mal arrecia.
Decía el, por entonces, Cardenal Joseph Ratzinger, hoy Benedicto XVI: “Convertirse
significa, no vivir como viven todos, no hacer como hacen todos, no sentirse
justificados en acciones dudosas, ambiguas, malvadas, por el hecho que otros hacen lo
mismo; comenzar a ver la propia vida con los ojos de Dios; buscar, por tanto, el bien,
aún cuando es incómodo; no hacerlo pensando en el juicio de la mayoría, de los
hombres, sino en el juicio de Dios. Con otras palabras: buscar un nuevo estilo de vida,
una vida nueva”.
“Adorarás al Se￱or, tu Dios, y a él s￳lo rendirás culto”, le responde Jesús al tentador en
el desierto, rechazando cualquier tipo de espectacularidad que lo convirtiera en señor
absoluto desde lo alto de una montaña, consciente de que era una propuesta simplista y
lejana a la voluntad del Padre.
Hacer del temor reverencial a quien habita en lo alto una actitud de vida nos conduce no
sólo a reconocerlo como único Juez y Señor, sino también a reconocernos como sus
hijos muy queridos que hemos de cumplir con nuestro deber, bendiciendo la creación
con nuestros gestos y tareas cotidianas, sin esperar días mejores, pues hemos sido
redimidos por la Cruz y la Resurrección del Señor; nuestra misión consiste en ser
testimonio de ello con nuestro día a día.-