Orar la vida.
EMILIO RODRIGUEZ / emiliorodriguezascurra@gmail.com
Seminarista
Muchas veces tendemos a pensar que la vida de oración no está hecha para nosotros, o
que nosotros no hemos sido hechos con la capacidad para rezar. Aunque la
consideramos importante, aún más imprescindible para nuestra vida de fe, no logramos
entrar en ella, sumergirnos en sus aguas. Nos invade el pesimismo, la angustia, la
desesperanza, esa sensación de vacío que nos hace pensar que estamos solos, que Dios
no nos escucha.
Una certeza debe mover nuestra vida: hemos sido creados para el diálogo con Dios,
pues ¿qué hijo no dialoga con su padre? Así como Jesús rezaba, hablaba con Dios,
nosotros también podemos hacerlo, tenemos la facultad para ello.
Jesús se apartaba para orar, al desierto, a lugares alejados, es decir, buscaba en el
silencio y en la soledad a Dios. Se encontraba consigo porque se encontraba con Dios, y
viceversa. Él mismo ha querido que nosotros también participemos de la experiencia
única de la oración, así responde al pedido de sus discípulos “Se￱or, ensé￱anos a
orar…” (Lc 1, 1). Les propone la oraci￳n del Padrenuestro como un medio para dialogar
con el Padre, sintiéndose sus hijos muy queridos, pero principalmente como un proyecto
de vida.
Aprender a orar o a dialogar con Dios es un desafío, una lucha constante. Nuestras vidas
agitadas por las muchas actividades, o por las exigencias de la casa, la familia, etc, a
veces se ve alejada de esos espacios de desierto, de esos momentos de soledad, de
“apartamiento” de la realidad temporal para poder dedicarnos totalmente a la
contemplación silenciosa de Dios. Es importante y vital para nuestra vida buscar,
aunque sea un breve momento diario al comienzo de nuestro día, o al finalizarlo, en el
cual poder conversar con Dios, alcanzando la paz y la tranquilidad necesarias. A veces
tenemos la sensación de que la vida de oración solo puede encontrarse detrás de los
muros de un convento, y esto puede estar en lo cierto como no; nuestros momentos de
silencio son propiciatorios para nuestra vida de oración: son como nuestro convento
interior al que recurrimos en busca del Padre.
La vida misma es campo de oración, pues la vida es oración en la medida en que
hacemos de nuestras actividades auténtico diálogo con Él. Rezamos trabajando,
estudiando, leyendo, compartiendo con otros, atendiendo a la familia, pues estamos
cumpliendo con nuestras obligaciones, pero además somos conscientes de que ofrecidas
a Dios tiene doble fruto. No debemos pensar la oración y la vida como elementos
disociados, opuestos por decirlo de algún modo, sino como espacios complementarios:
una nutre a la otra que se alimenta y da fruto, y fruto en abundancia.
Orar es hacer experiencia del Misterio, muchas veces rezamos alguna de las distintas
oraciones que sintetizan y ordenan sistemáticamente nuestras verdades de fe, en ellas
creemos, o intentamos creer: el misterio es tan grande que a veces nos resulta
imperceptible. Por eso es que digo que orar es hacer experiencia del Misterio, aquel que
aunque no nos es fácil comprender nos plenifica, funda nuestra vida aunque permanece
oculto a nuestros sentidos. Nuestras palabras que expresan una oración se unen al amor
de Dios, se las entregamos a él, eso es hacer experiencia de oración.
La oración es alimento de nuestra vida, no escapatoria del mundo, mucho menos
evasión de nuestras responsabilidades, sino una invitación a vivir la cotidianidad en
comunión (común unión) con Dios.
Cuando rezamos pensando en que no estamos entendiendo absolutamente nada, que la
oración es una realidad que en nada nos transforma, debemos confiar en que las grandes
oscuridades generan grandes luces, las grandes dudas generan grandes certezas. Veamos
el ejemplo de muchos de los santos como San Juan de la Cruz, o mas cercana a nuestros
días la Beata Madre Teresa de Calcuta, ha atravesado momentos de profunda
desolación, de grandes crisis, sin embargo hoy son para nosotros luz, modelos de vida
de fe, de una vida entregada a Dios sin egoísmos.
En Jesús la oración es vida y la vida es oración, dice el Padre Antonio Izquierdo, y
agrega: el hombre es lo que ora. Propongámonos hacer de nuestras vidas experiencia de
oración, transformemos nuestro trabajo en oración y nuestra oración en donación de lo
que somos. La oración personal madura lleva a la oración comunitaria, allí en la
Eucaristía, oración máxima, nos hacemos uno con la Iglesia que ora.
Haciéndonos uno con Dios nos hacemos uno con la Iglesia, y hacernos uno, dialogando
con el Uno, es fruto de la oración.-