UN GOLPE CON LA REALIDAD.
Fue el perro quien me avisó de unos tímidos golpes en la puerta.
Unas sombras pequeñas me decían de unos niños.
La noche fría ya había entrado. Pidieron y conversamos.
Me ofrecí para llevarlos en el auto y aceptaron. No por la distancia,
supongo, sino por la novelería de viajar en auto.
Devolvía cuatro chicos y un pequeño esperaba desde los brazos de su
madre.
¿Seis? ¿Siete? ¿Cuántas personas vivían en aquella casa?.
¿Cambiaba algo el hecho de tener una respuesta?.
Sin lugar a dudas todo daba un aspecto de.........
Se me venía a la mente el recuerdo de aquella casa que aún, por más que
ya no exista, se mantiene firme en mi memoria.
Recordaba la primera vez que llegué hasta ella.
El humo salía por muchísimos (infinidad de agujeros) donde el tiempo había
carcomido demasiadas chapas y eran abundantes las que faltaban.
La altura resultaba sin sentido en aquella casa donde faltaba la
perpendicularidad de
las perpendiculares.
Mi amiga arquitecta se vería en figurillas para poder explicarme la razón de
su mantenerse en pie.
Cientos de latas de muchísimos tamaños se desparramaban junto a
muchísimos frascos tan desperdigados como las latas.
Un inmenso hormiguero, más alto que el respaldo, proyectaba una
fantasmagórica sombra sobre el centro de una cama donde se
amontonaban apelotonados trapos y ropas tan viejas como mojadas.
Orines y estiércol daban un aroma que se sobreponía al olor del humo
dando al espacio un aire casi irrespirable.
Allí en esa “cueva” descubrí a aquel rico personaje morador de aquel lugar
que, aún, continúa siendo, para mí, el lugar más inhumano que he
conocido.
Hoy he conocido otra realidad inhumana pero el hecho de que fuese una
mujer abandonada a su suerte le hacía más pobre. Las paredes de material
de este lugar actual al que hago mención lo transforman en un palacete
comparado con aquello.
Luego Dios me brindó la oportunidad de conocer aquellos asentamientos
donde lo inhumano se hacía transitorio.
De las carpas y los nylon pasaron a las maderas y, posteriormente, a las
casas de material.
Ahora me encontraba delante de aquella casita dejando cuatro chicos.
Sin lugar a dudas todo ayudaba a acrecentar el cariz de la indigencia.
La cercanía de la casa y la acción de muchas pisadas infantiles habían
impedido el crecimiento de abundante cantidad de pasto que se hacía
presencia por otros lados del terreno.
En un infaltable alambre la ropa exhibía su sencillez y pobreza.
Un trozo de plastillera negra hacía las veces de galpón aumentando la
capacidad de tan pequeñísimo lugar. Al menos así lo hacía suponer un
sinnúmero de pertenencias allí almacenadas y desordenadamente apiladas.
¿Cuántos metros cuadrados tendrá aquella casa?.
La pequeña ventana resultaba desproporcionadamente grande para aquella
tímida pared.
“Allá, aquella casa blanca es la nuestra” y corrieron al encuentro de su
madre que, desde el suelo cubierto de barro, les esperaba.
Han pasado varios días y cual macabro espectro de la dolorosa e injusta
realidad de aquellos niños, aquel ínfimo trozo de vivienda se conserva
instalado en mí.
Se instaló en mí para, una vez más, alzar su dedo acusador señalando lo
injusto de la vida embarrada de pobreza y lo poco que hago para ayudar a
revertir tal situación.
Digo una vez más porque situaciones así me golpean, cuestionan y no me
permiten ser indiferente.
Por más que sepa de su existencia, por más que sepa que en algún lugar
habrán de aparecer asestando la sorpresa de un golpe alevoso, no logro
ubicarme indiferente ante su presencia.
Antes tenía la voz de Doña Lola (de esto hace muchos años y aún perdura),
hoy posee la voz de cuatro niños que, con su solo estar quedando allí, eran
un directo grito a mi conciencia.
Intenté poner distancia acelerando el coche pero lo visto se iba en mí.
Se habría de quedar en mí para prolongar una sacudida interior.
Su presencia cuestiona mi opción preferente por los pobres y no sé
responder.
Su presencia sacude mi realidad y me hace agradecer por un privilegio del
que no soy merecedor.
Padre Martín Ponce de León SDB