Buscando igualdad en las diferencias
Fernando Pascual
27-7-2012
Las diferencias separan. Al menos en teoría. Lo que es común une. También, al menos, en teoría.
La práctica, sin embargo, es mucho más compleja. Aristóteles, al hablar de la amistad, alude a
opiniones contrapuestas. Según algunos, los amigos se unen desde lo que tienen de semejante.
Según otros, los que comparten elementos comunes viven enfrentados, como rivales que compiten
por ocupar un mismo lugar o profesión, mientras que las diferencias son el origen de la unión entre
los seres humanos.
Intentemos ver el tema más a fondo. Las diferencias son parte constitutiva de la existencia humana.
Somos diferentes en lo físico y en lo psicológico, en lo familiar y en lo social, en la educación
recibida y en los sueños que albergamos en nuestras almas.
También hay semejanzas, más de las que imaginamos. Somos semejantes, de modo radical, en la
misma naturaleza humana. Además, respecto de muchos (no de todos), somos semejantes en el
idioma que usamos, en la ciudad que nos vio nacer o en la que vivimos, en el trabajo que
desarrollamos o en los proyectos que tenemos ante nuestros ojos.
Entre semejanzas y diferencias transcurren los encuentros que marcan nuestra vida. Algunos de esos
encuentros inciden de modo casi decisivo en la vida de muchos. Así ocurre, por ejemplo, desde la
experiencia que lleva del enamoramiento al matrimonio y a la creación de un nuevo hogar. Otros
encuentros quedan como puntos del pasado, sin mayor realce, sin que impliquen el inicio de
relaciones fecundas y duraderas, pero no por ello dejan de tener importancia: caminar con alguien
durante cierto tiempo producen huellas, a veces más hondas de lo que imaginamos.
Volvamos al inicio de estas líneas: las diferencias separan. ¿Es así? Por lo que acabamos de ver, hay
diferencias que se convierten en posibilidades de complementariedad, lo cual enriquece la vida de
cada ser humano. Muchas diferencias están acompañadas por semejanzas que permiten construir un
terreno común en el cual tales diferencias no implican un estorbo, sino un enriquecimiento.
Descubrimos así perspectivas nuevas que sirven para elaborar y llevar a cabo proyectos importantes
para la vida personal o para la sociedad en su conjunto.
Las diferencias, por lo tanto, no destruyen las semejanzas, ni las semejanzas destruyen las
diferencias. No existen, si se puede corregir la expresión, “almas gemelas”, pues cada uno tiene su
historia, sus experiencias, sus opciones, sus modos de ver las cosas y de actuar. Como tampoco
existen almas tan diferentes que sea imposible construir puentes que permitan establecer algún tipo
de relación entre sí.
Frente a un panorama tan complejo, se hace necesario aprender a considerar de modo nuevo
semejanzas y diferencias. No se trata de buscar un uniformismo que aplaste a los individuos en la
búsqueda de una igualdad casi totalitaria. Tampoco se trata de exaltar las diferencias hasta el
extremo de promover sociedades en las que cada uno vive como en una isla, sin relaciones con sus
“semejantes” porque ha llegado a negar cualquier principio de afinidad y porque ha exasperado
aquello que lo separa de los demás.
La visión correcta, ante las semejanzas y las diferencias, es aquella que respeta los elementos
centrales de nuestra humanidad y descubre en los mismos una plataforma que abre espacios a la
interacción y a la complementariedad.
Tal interacción resulta posible precisamente desde las diferencias, en las que cada uno puede
aportar lo propio y acoger lo ajeno. Ese es uno de los principios claves de la vida social, como
señalaron ya en su tiempo Platón y Aristóteles. Pero también es posible desde las semejanzas,
porque gracias a ellas podemos comunicarnos, hablar y escuchar, dar y recibir, amar y aceptar el
amor que nos ofrecen otros.
Vivimos juntos, en definitiva, porque somos capaces de asumir las diferencias como posibilidades
de enriquecimiento, y porque reconocemos aquellas semejanzas que nos hacen miembros de una
misma familia humana.