Historia de las tres pipas
Buscar al mejor Consejero
Pbro. José Martínez Colín
En cierta ocasión un miembro de una tribu se presentó furioso
ante su jefe para informarle que estaba decidido a tomar venganza de
un enemigo que lo había ofendido gravemente.
Quería ir inmediatamente y matarlo sin piedad. El jefe lo escuchó
atentamente y luego le propuso que fuera a hacer lo que tenía
pensado, pero antes de hacerlo llenara su pipa de tabaco y la fumara
con calma al pie del árbol sagrado del pueblo.
El hombre cargó su pipa y fue a sentarse bajo la copa del gran
árbol. Tardó una hora en terminar la pipa. Luego sacudió las cenizas y
decidió volver a hablar con el jefe para decirle que lo había pensado
mejor, que era excesivo matar a su enemigo, pero que sí le daría una
paliza memorable para que nunca se olvidara de la ofensa.
Nuevamente el anciano lo escuchó y aprobó su decisión, pero le
ordenó que llenara otra vez la pipa y fuera a fumarla al mismo lugar.
También esta vez el hombre cumplió su encargo y gastó media hora
meditando.
Después regresó a donde estaba el cacique y le dijo que
consideraba excesivo castigar físicamente a su enemigo, pero que iría
a echarle en cara su mala acción y le haría pasar vergüenza delante de
todos.
Como siempre, fue escuchado con bondad, pero el anciano volvió
a ordenarle que repitiera su meditación como lo había hecho las veces
anteriores. El hombre medio molesto pero ya mucho más sereno se
dirigió al árbol centenario y allí sentado fue convirtiendo en humo, su
tabaco y su problema.
Cuando terminó, volvió al jefe y le dijo: "Pensándolo mejor veo
que la cosa no es para tanto. Iré donde me espera mi agresor para
darle un abrazo. Así recuperare un amigo que seguramente se
arrepentirá de lo que ha hecho". Entonces el jefe le regaló dos cargas
de tabaco para que fueran a fumar juntos al pie del árbol, diciéndole:
"Eso es precisamente lo que quería pedirte, pero no podía decírtelo yo;
era necesario darte tiempo para que lo descubrieras tú mismo".
En nuestra vida también nos podemos encontrar en situaciones
difíciles donde necesitamos el consejo de una persona sabia que sepa
dirigirnos antes de tomar una decisión precipitada. Ese consejo
podremos descubrirlo en nuestros padres o en verdaderas amistades,
no obstante, ningún mejor consejero que Dios mismo: El Espíritu
Santo, quien está dispuesto a aconsejarnos para llevar a cabo nuestra
santificación.
Es de lamentar que no acudamos a Él con la frecuencia debida.
Parece que se repite la escena cuando San Pablo preguntó si habían
recibido al Espíritu Santo a un grupo que habían abrazado la fe
cristiana y le respondieron: “Ni siquiera hemos oído que haya Espíritu
Santo” (Hechos 19,2).
Cristo llama al Espíritu Santo como “Paráclito”. Esta palabra tiene
su origen griego y significa “llamado junto a uno” (con el fin de
acompañar, consolar, aconsejar, defender...). Por ello también se le
denomina como el Consolador o Abogado, pues nos defiende e
intercede por nosotros. Es un consejero que nos habla en la intimidad
al que hay que prestar atención y seguir siempre sus indicaciones.
Hagamos nuestra la petición que San Josemaría nos escribe:
“Quítame, Jesús, esa corteza roñosa de podredumbre sensual que
recubre mi corazón, para que sienta y siga con facilidad los toques del
Paráclito en mi alma” (Camino, n. 130).