CURANDO HERIDAS.
A medida vamos transitando por la vida vamos sufriendo heridas.
Heridas que nos provocan nuestros roces con los demás.
Heridas que nos causan las reacciones de los otros.
Heridas que nos hacemos con nuestras propias actitudes ante la vida.
Nuestro ser sufre toda clase de heridas.
Algunas son puramente superficiales y otras son internas, graves y
profundas.
Están las cicatrices que nos recuerdan heridas superadas.
Están algunas que se encuentran en un proceso de franca remisión.
Pero no faltan algunas que están abiertas o infestadas.
Por más que pretendamos jamás podemos ocultar plenamente a la totalidad
de nuestras heridas.
Tomar conciencia de las mismas no debe llevarnos a colmarnos de
vergüenza.
Vergüenza debe darnos el hecho de no asumir que las poseemos o que no
les prestamos atención alguna.
Vergüenza debería darnos el hecho de constatar nuestras heridas y sentir
que no podemos hacer nada por ellas y dejamos que se infesten y nos
infesten.
Muchas veces nos limitamos a ocultarlas, disimularlas, pero somos
conscientes que ellas están allí, manteniéndose.
¿Recuerdan aquel polvo que venía en unos pequeños potes azules? (No
pongo su nombre por una cuestión de publicidad).
En poco tiempo la herida comenzaba a cicatrizar pero debajo de aquella
aparente curación la herida continuaba con su proceso de infección.
Son muchas las veces que, ante las heridas de la vida, nos limitamos a
soluciones externas dejando sin nuestra atención las razones profundas de
la misma.
Enfrentarnos a lo profundo es, en oportunidades, causarnos dolor porque
raspar o cortar.
Son heridas que no se curan por el mero hecho de tomar conciencia de las
mismas.
Debemos, en más de una oportunidad, prestarle atención, cambiar las
gasas, tomar antibiótico y realizar reiteradas curas.
Estas heridas profundas son las que, realmente, deben ocupar nuestra
atención.
Muchas son las veces que nos ocupan más los superficiales rasguños que
otras realidades que deberían ser más ocupantes.
Sucede que mucho nos importa lo que se ve y nos ocupamos muchísimo de
lo que mostramos a los demás.
Es que mucho nos ocupa la apariencia, la fachada, lo externo.
Las heridas son inevitables.
No siempre somos responsables de las mismas, puede suceder que sean los
demás quienes nos hieren.
Por una razón o por otra las heridas siempre están. Son parte de nuestra
realidad.
Están aquellos que actúan y se comportan como si ellos, aún, se
conservaran ilesos.
Están aquellos que actúan como si fuesen todo una herida.
Están aquellos que muestran lo peor de sus heridas para despertar lástima.
Las heridas siempre están y son parte de lo que somos y ellas no nos hacen
ni más ni menos que nadie.
Todos nuestros cuidados, en algunos casos, pueden resultar insuficientes y,
así como asumimos la necesidad de atención mayor, debemos asumir que
se nos hace necesario recurrir a algún técnico.
Hay heridas que no las podemos cuidar solos.
Lejos, muy lejos, debemos estar avergonzados de estar heridos.
“No he venido para los sanos sino para los enfermos” dice Cristo.
Él es consciente de nuestra realidad.
Él es consciente de que nos vamos llenando de cicatrices, vamos
aprendiendo, y permanentemente tenemos heridas abiertas.
Es esa realidad la que nos hace buscar, la que no nos permite quedarnos de
brazos cruzados.
Invitarnos a convertirnos, realidad constante de nuestra fe, es invitarnos a,
constantemente, no descuidarnos para ayudar a curar nuestras heridas.
Padre Martín Ponce de León SDB