UNA HISTORIA DE PIRATAS
Era un barco pirata.
De esos que llevan bandera negra con calavera y huesos cruzados.
Estaba tripulado por piratas.
De esos que llevan pata de palo, pañuelo en la cabeza, parche en un ojo y
hasta un loro en el hombro.
Parecido al “Perla Negra”. Solamente parecido.
Era, verdaderamente, un auténtico barco con piratas.
Acostumbrados a estar en alta mar sabían leer los vientos y escuchar la
cercanía de otros barcos que no fuesen de piratas.
Empujados por el viento a favor salían, raudos, en busca de los tesoros que
se encontraban en las entrañas de los otros barcos.
Una vez ubicados a una prudente distancia, se lanzaban, uno a uno los
piratas, en pos del preciado botín.
Muchísimas veces, los barcos, ni se enteraban que eran abordados y, lo que
es más, ni se percataban de que eran robados.
Había, también, algunos barcos que, deliberadamente, buscaban las rutas
donde se hacía inevitable encontrarse con los piratas para dejarse robar por
estos.
Los piratas de estas líneas no robaban joyas, alimentos, armas o personas.
Ellos se dedicaban a robar colores.
Esos colores primarios y comunes los despreciaban. ¿Qué podía valer el azul
o el rojo?.
Esos colores se encuentran por doquier y no se hace necesaria una
excursión pirata para apoderarse de colores comunes y repetidos.
Tampoco se apoderaban de colores producto de mezclas o combinaciones
realizadas por los humanos.
Ellos bien que podían, en tierra firme, realizar idénticas combinaciones
como para tener colores en abundancia.
Los piratas de este relato se apoderaban de esos colores únicos que una
persona es capaz de poseer.
Al abordar a un barco ajeno al propio unos robaban el color de una mirada y
otros los colores de una sonrisa.
No faltaban los piratas más avezados que estaban especializados en robar
el color de un apretón de manos o el de un beso.
Era un botín, todos lo sabían, que no se iría a repartir sino que, el que
obtenía un color, lo guardaba en lo más profundo de su ser.
Era algo así como un código entre ellos y, los códigos entre los piratas
siempre son respetados, por lo tanto toda una segura manera de actuar.
Los auténticos piratas ladrones de colores eran celosos en el cumplimiento
de sus códigos.
Muy bien que sabían que todos podían abordar mil veces a un mismo barco
y siempre habrían de encontrar un color pintado a nuevo para robar.
Pero, así como sabían esto, también sabían, que cuando ellos se lanzaban a
robar colores, alguien les estaba robando, a ellos, sus colores.
No faltaba quien les robaba el color de la felicidad o quien le robara el de la
amistad o el de la confianza.
Así como, permanentemente, ellos robaban, eran robados. Su actividad era
robar para dejarse robar.
Por ello es que, los piratas, siempre lucían sus mejores colores. Era eso lo
que brindaban. Eran los mejores colores los que robaban.
Como si fuese un ritual sagrado, antes de emprender cada viaje regalaban
sus mejores colores, para, al regreso, desbordados de colores, pudiesen
compartir la sorpresa de deslumbrantes colores nuevos.
Los piratas roban colores para compartirlos. Tan es así que su mayor
felicidad consiste en brindar colores hasta descubrirse con las manos vacías
de ellos pero con el corazón colmado de, siempre, nuevos colores.
Los auténticos piratas de colores son siempre muy respetuosos de sus
asaltados. Jamás, a la fuerza, roban un apretón de manos y, mucho menos,
el color del calor de las mismas.
Siempre están llenos de paciencia para dar el golpe en el momento justo,
en el instante preciso.
Siempre se están haciendo a la mar para salir al encuentro de los mejores
colores que puedan obtener.
Por eso es que, en este preciso instante, algún barco es abordado y robado
por los piratas de los colores.
Padre Martín Ponce de León SDB