LA PASCUA.
Sin duda que una de las realidades seguras que posee la vida es el hecho
que, llegado un momento, habremos de dar un paso (pascua) a una vida
nueva.
Una vida donde ya no serán necesarias realidades nuestras como espacio y
tiempo.
Una vida donde ya no será necesario nuestro cuerpo.
Una vida donde serán realidad y presencia nueva esas realidades a las que
llamamos recuerdos.
Muchas veces me he preguntado si los recuerdos no son una manera de
hacernos saber de esa presencia nueva junto a nosotros.
Continúan estando vivos aunque no seamos capaces de explicar esa nueva
vida.
Se van físicamente pero continúan estando presentes junto a nosotros.
Por ello los recuerdos poseen esa capacidad de sorprendernos con esa
presencia que, suponemos, ya ha partido de este hoy.
En oportunidades puede ser un lugar que nos despierta la presencia de
alguien.
En oportunidades puede ser un color que nos acerca a un ser querido.
En oportunidades puede ser una comida la que nos trae a personas.
Nuestros seres queridos que ya no están físicamente nunca se marchan de
junto a nosotros.
Su presencia es un obsequio de Dios y él nunca retira los dones que realiza.
Ya no necesitan cuerpo porque el mismo es una realidad temporal que nos
acompaña.
Nuestros recuerdos son, en parte, quienes nos evocan lo esencial de quien
ya no está y lo esencial va mucho más allá de lo físico.
Ya no necesitan de palabras para hablarnos.
Ya no recurren a los fonemas para decirnos.
Ya no utilizan pasos para acompañarnos.
Lo suyo se mueve en una dimensión distinta a la nuestra aunque, por
momentos, se crucen con lo nuestro.
Es ese momento de cruce donde surge eso a lo que llamamos recuerdos.
Por ello es que los recuerdos tienen esa fuerza propia de lo imprevisto o de
lo sorpresivo.
La gran mayoría de nuestros recuerdos irrumpen sin que nos lo
propongamos.
Irrumpen con colores, sonidos y, en oportunidades, hasta con aromas.
Irrumpen de una forma siempre novedosa. Es que la vida siempre es
novedad.
Muy difícilmente nuestros recuerdos se repiten.
Miremos, brevemente, lo que nos dicen los relatos evangélicos.
Lázaro fue resucitado, volvió a la vida y, sin duda, un día volvió a vivir su
muerte.
Jesús resucitó y ya no volvió a la muerte porque su resurrección no implicó
la utilización de un cuerpo como anteriormente.
Pasó a una vida de resucitado que ya no posee final. Vivió su pascua.
La muerte no es un paso a la nada ni un punto final. Es un paso a una
nueva vida.
Vida de la que no tenemos noticias. Vida a la que nos cuesta suponer desde
nuestras categorías humanas.
Es por ello que nos resulta tan difícil suponer una vida sin esas realidades
que hacen a nuestra condición de seres humanos.
Nosotros necesitamos de espacio y tiempo.
Hablamos, sentimos y razonamos. No podemos imaginar una vida sin esa
categorías que hacen a lo nuestro.
Por ello es que, muchas veces, preferimos asociar a la muerte con un final.
Preferimos asociar a la muerte con una ruptura definitiva.
Hasta le tenemos miedo a los recuerdos demasiado intensos.
Son situaciones que nos preocupan y, en oportunidades, nos crean
conflictos internos.
Deberíamos saber convivir con esos recuerdos.
Deberíamos acostumbrarnos a ver a los mismos como una expresión de una
presencia nueva junto a nosotros.
Deberíamos saber ver a la muerte como un paso nuevo a una vida distinta.
Por ello es que a nuestros seres queridos que ya no están físicamente junto
a nosotros no podemos evocarlos si no es con un gracias a flor de piel.
Han vivido su pascua y continúan junto a nosotros para, desde lo que son,
ayudándonos a ser mejores como personas.
Por ello permítanme concluir este artículo con esa frase que se encuentra
sobre la puerta del cementerio de la ciudad de Salto: “Vive tu vida de tal
suerte que al morir muerto que de en la vida y vivo quede en la muerte”
Padre Martín Ponce de León SDB