CON EL HIJO DEL CARPINTERO
En más de una oportunidad había sentido hablar de Él.
Opiniones contradictorias, como las que, siempre, despierta una persona.
Es casi un imposible, el suscitar opiniones unánimes, el actuar de una
persona.
La cercanía de un viaje me motivó una excusa casi perfecta.
Sabía casi de memoria el camino a su casa. Allí, también, se encontraba su
taller.
Al llegar y verle una fuerza interior me detuvo.
Algo me hacía saber que se daría cuenta de mi patraña. Antes de
emprender el viaje, me lo había impuesto, me sacaría las ganas de hablar
con Él.
Me miró, esbozó una sonrisa que, me pareció, tremendamente cálida y me
hizo un gesto de saludo.
Si no fuese que era un imposible hubiese dicho que aquel joven hombre me
estaba esperando.
Con pasos lentos pero, fortalecido en mi confianza, me decidí avanzar.
Una nueva duda se apoderó de mí. ¿Debía recurrir al tramado ardid o
explicar la verdadera razón de mi presencia?.
¿Cómo decirle que mi interés radicaba en la necesidad de escucharle?.
Su rostro se encontraba perlado de transpiración y algunas virutas
reposaban sobre su barba.
La chispa del brillo de sus ojos revelaba una juventud mayor que lo que
podía deducirse de la lectura de su rostro enjuto.
Con el reverso de la palma de su mano se secó el sudor de su frente y
saludó conforme las costumbres rituales.
Si era para que los eventuales clientes se sintiesen cómodos, lo lograba con
un cumplir a la perfección las normas de la hospitalidad pero,
fundamentalmente, con una cálida sonrisa que no estaba prescrita por las
normas.
Le expliqué la excusa de mi presencia.
Le expliqué que habría de emprender un viaje (lo que era verdad), le dije
que había sentido hablar de Él (lo cual era verdad) y le manifesté que
pretendía me hiciese más cómodo el bastón para que durante el viaje no
me fuese tan pesado.
Se tomó todo el tiempo.
Me miró largamente y pausada pero firmemente me respondió.
“Por dos razones no puedo atender su pedido. En primer lugar porque no
estoy recibiendo trabajos sino que estoy concluyendo los que se me han
encargado. Es que ha llegado la hora en la que, yo también, habré de
emprender un viaje. Habré de dejar la carpintería y deberé cumplir con la
misión para la que he sido enviado. Por ello no puedo tomar su trabajo.
La segunda razón es que, al menos yo, nunca le haría ese trabajo. Prefiero
garantizarle la seguridad y no brindarle una simple comodidad. Un buen
caminante sabe que su bastón es mucho más que un adorno, es una pierna
más con la que realizar el camino. Es esa pierna que soportará el peso del
cuerpo.
Ayudará a trepar las escarpadas cuestas o apartará las espinas que se
pueden encontrar en el trayecto.
Puede ser, también, un importante arma para ahuyentar a posibles fieras o
para mantener a distancia a los salteadores.
Por ello es que es mucho más importante lo seguro que lo cómodo.
No dejo de reconocer que lo cómodo puede resultar más vistoso y no
impondrá sus marcas en las manos.
El bastón cómodo es aquel que se acomoda a la mano que le lleva, en
cambio el seguro es aquel que le exige a la mano que se adapte a él
sacándole callos.
El que prefiere la comodidad jamás es un buen caminante.
Es el que anda para lucir sus galas y, por ello, solamente anda donde puede
ser visto.
El que elige la seguridad se lanza a la aventura de buscar nuevos rumbos y
jamás se siente solo porque deposita mucha de su confianza en ese bastón
en el que se descansa. Por ello, usted disculpe, debo decirle que ha venido
hasta el lugar equivocado”.
Una vez terminadas sus palabras apuró una despedida y retornó a su tarea.
Ya nada más había para decir.
Había expresado su pensamiento y no daba espacio para una posible
discusión.
Mientras me retiraba, bien que lo sabía, no había llegado al lugar
equivocado.
Aquel joven hombre era mucho más que el hijo del carpintero.
Padre Martín Ponce de León SDB