CIPRÉS
Padre Pedrojosé Ynaraja
De pequeño, esta conífera me resultaba antipática. Es el árbol de los cementerios,
me dijeron. Y estos lugares me resultaban espantosos. La muerte, un niño, no la
siente como lo más común y seguro de los humanos, es una desgracia que ocurre a
gente mayor o a los que tiene mala suerte. El cementerio de guerra era otra cosa.
Morir en una batalla era de héroes y en su honor se erigían monumentos, no
árboles. Ahora bien en casa nadie de la familia era militar. Crecí y los olvidé,
pensaba que en ellos no anidaban pájaros, ni se podía trepar por sus troncos.
Lo curioso del caso es que cambió mi actitud el día que se concedió el premio Nadal
a una novela de Delib es que se titulaba “La sombre del ciprés es alargada”. Esta
frase enigmática y bonita, suscitó mi simpatía. Más tarde, me contaron que en las
masías catalanas, aisladas de cualquier núcleo urbano, pero siempre abiertas a
caminos por los que pordioseros transeúntes o peregrinos, solían transitarlos, se
plantaban tantos cipreses como lugares de alojamiento podían encontrar esos
viajeros, de esta manera, antes de divisar la casa ya sabían si serían bien acogidos
en el edificio. No sé qué de verdad habrá en ello, pero que fuera símbolo de
hospitalidad, les ganó mi simpatía. Ya sacerdote, durante más de 50 años he
gozado de su compañía, he sentido su aroma y, sin saber cómo, en un tiesto, brotó
un arbolito que me lo traje cuando cambié de residencia y ya debe haber crecido
más de cinco metros. En cambio, he tratado de plantarlos y nunca he conseguido
que germinase la semilla. A punto de dedicarles estas líneas, he descubierto en un
rinconcito de una maceta un ejemplar de no más de 5 cm. He tenido la sensación
de reiniciar mi vida o, al menos, la exigencia de continuar soñando y proyectando
actividades útiles, pese a mi edad y condición legal de jubilado.
Conocí hace años las características de su madera. Trabajando y o en una
carpintería, algún cliente encargó vigas de ciprés. Llegó la partida de acuerdo con el
pedido. Admiré su longitud y derechura. Tenían muchísimos nudos, cosa que al
carpintero nunca le hace gracia, por muy decorativos que sean. Supe, metido ya en
la clerecía, que los muebles de sacristía, armarios y cajones, todos ellos enormes,
eran de esta madera. Me dijeron que ahuyentaba a las polillas y ahora sé que
tenían razón. Su suave perfume no es del gusto de estos insectos que son capaces
de agujerear y echar a perder ricos ornamentos.
¿Y qué tiene esto que ver con el Cantar? Pues que los enamorados, cuando
imaginan su nido de amor, piensan que las vigas son, o serán, de cedro y el
artesonado de ciprés. Ambiente, pues, cálido, perfumado, acogedor (1,17). Cada
uno debe preguntarse ahora ¿deseo que mi hogar lo sea o creo que para nosotros y
el forastero que nos llega, es mejor ir a un impersonal restaurante, carente de
confidencialidad? ¿Ofrezco intimidad y compañía cordial a mis huéspedes?
Sé que el ciprés alargado cual bóveda gótica, y como ella esbelto y bárbaro, cubre
cuerpos que, pese a muertos, yacen esperanzados y que al lugar de los que
murieron con Esperanza, puedo con propiedad, llamarlo Campo S anto. Gozo el
perfume de la conífera, la ductilidad de su madera, la gracia de su fruto, que no es
otra cosa que albergue coqueto de diminutas semillas, viendo en sus líneas una
espada que se quiere introducir en el cielo y que me invita a mí a desearlo.