Ovejas
Padre Pedrojosé Ynaraja
La prehistoria sitúa la domesticación del ganado ovino en el VII milenio a.C. El
pueblo hebreo, desde sus orígenes es pastoril. El patriarca Abraham, su más ilustre
ancestro, es un beduino que integrado en su familia y con nutrido rebaño, se
mueve por tierras que hoy llamamos de Irak. Emigran a poniente en busca de
mejores pastos y él entonces se independiza, con su sobrino Lot, y marchan hacia
el sur. No hay que imaginar que se muevan diariamente. Se establece el clan
familiar con sus siervos, planta sus tiendas, que uno deberá imaginar cual las de
camping, hechas de pieles externamente, forradas interiormente de tejidos más o
menos finos, de acuerdo con la categoría y finalidad que piense dar a la estancia y
deja que se extiendan por los alrededores las reses. Esta labor la dirigirán
principalmente zagales varones, dispuestos a proteger a los animales de
depredadores y ladrones. Entre tanto el jeque dirige el trabajo diario de degüello,
secado de la carne o la simple conservación de la leche, llámesele requesón o
cuajada. La piel se deshidratará al sol y en algunos casos se embadurnará con la
pez que habrá conseguido de las grietas de pizarras bituminosas o de algunos
pozos. Antes de aposentarse, la primera preocupación será asegurar el suministro
de agua. Si no hay un oasis, deberá excavar amplios pozos. Según dicen los
arqueólogos, algunos de los que se conservan en Beer-Sheva, los excavó
Abraham.
Pese a que de alguna manera el agricultor o fellah es su rival, no puede nunca
ignorarle. Intercambiará pieles por utensilios de cerámica, cuernos, sophar, si es
grande (que no es instrumento musical, sino ceremonial) o si pequeño, simple
recipiente para llevar consigo el aceite de múltiples usos, también obtendrá
cereales. De los burdos tejidos de pelambre recia, trueque de finas telas o
herramientas metálicas y armas defensivas y ofensivas, etc, etc.
La mujer, se iniciará desde niña en la colaboración familiar, acarreando agua en
ánforas, desde el manantial no siempre próximo. Molerá el grano, amasará la
harina y la cocerá. De cuando en cuando, lavará ropa, blanqueándola, si es preciso,
con ceniza, la pondrá a secar o la remendará. Podrá, si es suficientemente
espabilada, ser zagala, oficio que la enorgullecerá y permitirá relacionarse con
personas de otros clanes y sentirá tras de sí, con tímida satisfacción, las miradas de
los pastores, con los que podrá dialogar. Algo así le paso a Séfora, la mujer de
Moisés. Su porvenir ya está marcado desde antiguo: será esposa y madre. Las más
afortunadas se enriquecerán de amor, más o menos furtivo y limpio, como la
amada del Cantar.
Con esta idiosincrasia genérica y este género de vida, no es extraño que en nuestro
Poema aparezca la novia revestida de una imagen de fantástica belleza pastoril. Se
la menciona, sigilosamente, en tres ocasiones
En 1,8: “Si no lo sabes, ¡oh la más bella de las mujeres!, sigue las huellas de las
ovejas y lleva a pacer tus cabritas junto al jacal de los pastores”. Se invita a la
“mosquita muerta” a un encuentro discreto y jocoso.
En 4,2: “Tus dientes, un rebaño de ovejas de esquileo que salen de bañarse: todas
tienen mellizas y entre ellas no hay estéril”. En 6,6: “Tus dientes, un rebaño de
ovejas que salen de bañarse. Todas tienen mellizas y entre ellas no hay estéril”. La
vida y alimentación en el desierto ensucia la dentadura, pero se elogia la limpieza
de esta preciosa criatura.
El Cantar de los Cantares hay que leerlo desde la sensibilidad estética, el aprecio de
la belleza corporal y la calidad de la búsqueda y cultivo apasionado del amor.
Humano que lo es, pero también rampa o peldaño seguro, e imagen simbólica, que
podrá elevar a la más sublime Caridad. Pero de esto último no se sabía hablar por
aquel entonces. Debía llegar el Mesías, debía dar con su Pasión y muerte, el
testimonio de lo que es cariño divino, de la ternura que se da entre el Cristo y la
Amada Esposa Iglesia. De aquí que podamos leer el libro, pese a su lenguaje
erótico, como sublime encuentro místico.