Futbol en la Iglesia
P. Adolfo Güémez, L.C.
Aún tengo presente en mi memoria el momento en que el equipo de futbol del León, bajo la
dirección de Gustavo Matosas, se abrazó y se arrodilló en medio de la cancha para ofrecerle
a Dios su triunfo en el Torneo de Apertura 2013. ¡Un momento emocionante!
En este mundo que cada día separa más la fe de la vida real, que busca aislar a Dios en el
rincón más empolvado posible, me sorprendió mucho saber que alguien tuviera aún las
agallas necesarias para comportarse, de tal manera, que reconociera a Dios frente a todos.
Los jugadores y el entrenador del León no hicieron otra cosa que mostrar lo que es obvio:
Dios es el dueño de todo, participa de nuestra vida y se merece toda alabanza.
A veces cuesta aceptar esto siempre y en todo lugar. No sólo en el mundo del deporte, sino
en la vida de todos los días. ¡Qué fácil y cómodo es negar nuestra fe! Ante un ataque, una
crítica, una malinterpretación, una burla, un antivalor.
Pero me he alegrado de que el caso del León no sea una excepción.
Wayne Rooney, además de ser católico, es el mejor jugador de la liga de futbol inglesa y
uno de los mejores a nivel mundial. Delantero del Manchester United , ha participado con la
selección inglesa en dos Copas del Mundo y en dos ediciones de la Eurocopa, donde en el
2004 se convirtió en el jugador más joven en marcar un gol en dicha competencia. En estos
días, de hecho, se prepara para su participación en el próximo mundial en Brasil.
El éxito y la fama no le impiden mantener una cercanía real con su fe católica, que conoce
desde la infancia, y por la que ha sufrido diversos problemas.
No tiene miedo de reconocer su fe ante los medios de comunicación. En una entrevista al
periódico Daily Mail señaló: «Rezo por mi familia antes de cada partido, pues soy
creyente». Y agrega: «No le ruego (a Dios) para que me ayude a marcar goles, sino que lo
hago para que interceda por mi salud y la de quienes estamos en el campo de juego».
Rooney no es un santo de altar. De hecho, es conocido por tener un carácter impulsivo no
sólo dentro de las canchas, sino también en su vida diaria.
Con esto quiero resaltar que a veces la gente utiliza la incongruencia entre lo que se cree y
se hace por parte de algunos católicos como arma de defensa para no asistir a la Iglesia, ni
comprometerse. Sin embargo, la Iglesia no es un lugar para los inmaculados, como si fuera
un museo de obras de arte perfectas; es, más bien, un hospital de campaña tras una batalla,
como ha subrayado el Papa constantemente.
No hay nadie en la Iglesia militante que sea perfecto. Desde el Papa hasta el último fiel,
todos tenemos defectos, ¡y muchos! Cada uno necesita de la ayuda y salvación de Cristo, y
por eso nos reconocemos pecadores.
Esto es lo que hace que la Iglesia real –no la imagen falsa que a veces nos fabricamos–, sea
un lugar adecuado y atractivo para cualquiera. En Ella no se rechaza a nadie, todos son
bienvenidos siempre.
Las únicas personas santas en este mundo son las que intentan serlo a pesar de sus pecados
e imperfecciones. Las que luchan todos los días, levantándose de sus caídas, sin importar el
número o la profundidad de las mismas. Aquellas que reconocen que Dios no sólo las creó,
sino que camina, hombro a hombro, con cada uno de sus hijos.
Gustavo Ayón, jugador mexicano de baloncesto en la NBA , lo dijo muy bien: «Dios es el
único que ha visto cada una de mis gotas de sudor que he dejado en el camino a la NBA».
aguemez@legionaries.org