Narciso
Padre Pedrojosé Ynaraja
Me extrañaba que por estas fechas, escribo a mediados de febrero, no hubieran
brotado humilde y silenciosamente, los narcisos. Cuando llegué, encontré en el
huerto parroquial, un muñón de múltiples cintas verde de no mucho más de dos
palmos de altura. Estaba en un rincón y el hortelano no lo tocó. Mi grata sorpresa
fue que, poco después de Navidad, brotaron las flores. Las conocía de haberlas
visto muchas veces por la montaña. Son tan frágiles sus tallos, que nunca por
entonces me había atrevido a cortarlas. Las miraba, me admiraba su sencillez y
mansedumbre y su suave olor. Ni tienen troncos duros, ni espinas. Son
enormemente delicadas y de una blancura que simboliza la pureza, o la reclama, al
que las contempla.
Es una planta muy propia de las tierras mediterráneas. Es la primera flor que
aparece al acabarse el invierno, abunda en los prados húmedos y es considerado en
Israel como el heraldo de la lluvia. Evidentemente, esto que escribo acabo de
leerlo. Siempre había pensado que la primera flor que brota era la del almendro, tal
vez lo que ocurra es que, para mí, por lo que he escrito, la relacionaba con Navidad
y la consideraba la última planta que florecía. De ahora en adelante, lo tendré en
cuenta. El nombre científico de la flor a la que se refiere el Cantar es pancratium
maritimum, aunque tal vez pudiera ser el narcissus tazetta, nombres muy
diferentes, para flores en apariencia semejantes. El acierto o error de
denominación, no creo que interese demasiado al lector.
El primer año, y sigo haciéndolo, las corté con cuidado y las llevé al Sagrario de mi
pequeña iglesia. Me sorprendió al volver a entrar, el aterciopelado olor que
desprendían. No supe, ni sé todavía, si la sorpresa y el gozo es porque se lo he
ofrecido al Señor o porque el Señor me obsequia a mí.
He visto en muchos jardines flores de la misma especie y de bastante mayor
tamaño y colorido. Jardineros instruidos, han sido capaces de conseguir estas
trasformaciones que, generalmente, combinan el blanco con el amarillo, o amarillo
con tonos canela. Evidentemente, y como siempre hago, he consultado diccionarios
bíblicos. Alguno ni siquiera la menciona, otro dice que lo de los lirios del campo, en
realidad podrían ser los narcisos.
En el Cantar nuestra flor solo aparece una vez, la única en la Biblia. (La palabra, en
Romanos 16,11, se refiere a una persona en cuyo domicilio, seguramente, se
reuniría una comunidad cristiana. Narciso es también nombre de persona y de
personaje mítico, a ninguna de las dos acepciones me he querido referir). Advierto
también que, pese a lo parecido de su nombre, nuestra encantadora florecita nada
tiene que ver con el nardo y su perfume, del que otro día escribiré.
La Amada dice de sí misma en 2,1 “yo soy el narciso de Sarón, el lirio de los
valles…” Reconoce con inocencia sus cualidades, no exhibe falsa humildad, ni es
presumida, así es ella.
He vuelto a mirar el rincón del huerto y he comprobado que han brotado nuevas
flores. En manuales de botánica he leído que su aroma atrae a los insectos para
conseguir la polinización, pero que se inclina hacia el suelo para evitar que la lluvia
lo frustre. Si siempre había mirado este matojo verde con simpatía, algo semejante
a como me ocurre cuando veo tórtolas, nunca me había preocupado de analizar sus
ciclos. Hoy me he propuesto comprobarlo y he dejado unas cuantas. Pese a ello,
siempre las observaré como a las chicas discretas, atractivas y generosas, carentes de ridícula
vanidad. Que las hay, doy fe de ello. Las admiro y alabo al Creador que ha puesto a mi lado
realidades tan preciosas.