PERPIGNAN-Catedral
Padre Pedrojosé Ynaraja
Reconozco que el Rosellón y la Provenza, paisajísticamente, no son las regiones
francesas que más me gustan. Ahora bien, son las que con más frecuencia visito,
dada la poca distancia que me separa de ellas y la simpatía que siento por lo que
diré después y por el encanto que se esconde en lo más íntimo de su cultura. La
Provenza es tierra de trovadores y leyendas. No se puede olvidar tampoco que el
cristianismo le llegó a la Galia por el mar y, más concretamente, entró por la
desembocadura del Ródano. Si uno quiere captar su hechizo, debe leer Mireia
(Mireio en provenzal) que le valió a su autor, Frederic Mistral, el premio Nobel de
literatura del año 1904.
En Francia no existe, no existía por lo menos, la costumbre de los belenes, pero
una cosa semejante, extendida ahora a otras regiones son los santones, propios de
las tierras de las que estoy escribiendo. Se trata de figuras vestidas de tela, al
estilo de los campesinos del lugar y formando un conjunto navideño. Sorprende su
tamaño, que me parece, ronda un metro de altura
La popular marcha de los Reyes Magos, la inmortalizó Bizet con su composición
musical “La Arlesiana”.
Otras cosas podría añadir que atraen mi interés y simpatía, pero que no contaré,
porque saldrían del contexto de estos reportajes. Valga añadir que San Francisco,
camino de Santiago las piso, dirigiéndose hacia Barcelona, para torcer luego a
occidente.
Lo que hoy escribo es complemento del artículo que dediqué a Elne (o Elna) que ya
dije es concatedral con la de Perpignan, de la que voy a decir alguna cosa.
Mi aprecio personal se debe principalmente a que fue la primera que conocí. Era el
año 1953 cuando con un compañero, de una manera curiosa, sin llegar a ser
clandestina, entramos y salimos de Francia. Allí permanecimos unos días gracias a
un “Laisser passer exceptionnel pour se rendre a Perpignan». Imagine el lector
penetrar un centenar de kilómetros con muy poco dinero, viajando, pues, en auto
stop y llevando por todo abrigo nocturno, un saco de dormir y las dos sotanas que
vestíamos. Teníamos 21 años y en el salvoconducto figuraban los nombres de los
dos, es decir, no nos podíamos separar uno del otro. En estas condiciones, pasamos
una noche cerca de un helero y otra en la cuneta de la carretera. ¡Dios mío, que
aventura!
Como ya he dicho, al tocar tan cerca de mi domicilio estas regiones, cuando me
visita algún amigo procedente de otro continente, le advierto lo que siempre repito:
para conocer la cultura europea, es preciso visitar las grandes catedrales góticas,
los monasterios y el camino de Compostela. Dicho esto, le advierto que la de
Perpignan es una pequeña gran catedral, que no se puede comparar con la de
Chartres o Reims, pero que sigue semejantes criterios de edificación, es decir,
puede uno observar la clásica bóveda de crucería, en este caso, lamentablemente,
no un ábside semicircular, pero que se le parece, grande ventanales, con vitrales de
equilibrados colores, etc. Visitarla, pues, es un bocado de lo que pudieran ver, si
dispusieran de más tiempo.
Advierto para empezar, que la fachada de esta catedral carece de belleza especial,
digo lo mismo respecto al campanario. Quizá sea esta su carencia esencial, ahora
bien, en cuanto uno franquea la entrada, se respira vitalidad, actividad pastoral,
adulta y juvenil, invitación a la visita piadosa y la plegaria. Si uno se siente
cristiano, de inmediato, se considera en casa. Por otra parte, la discreción de su
tamaño, comparada con Reims o Amiens, también tiene su encanto.
Ya para aquella primera visita, l’abbe Fran￧ois Millasseau, canónigo organista y
amigo, nos había advertido que lo más maravilloso del lugar, religiosamente
hablando, era el “devot Crist”. Se trata de una impresionante imagen de Jesús
crucificado, talla del siglo XIV, que preside majestuosamente una capilla situada a
la derecha de la catedral y junto al antiguo y mortecino claustro, dedicado ahora,
según parece, a actividades de tipo cultural. En el ámbito al que me refiero, solo
está esta imagen. Las paredes son completamente planas y de una total modestia.
A ambos lados, unos discretos relieves son de las estaciones del viacrucis
tradicional. Sin color ni ambiciones de diseño, para no disminuir la importancia del
Crucificado. Todo es vacio, silencio, invitación a la contemplación, que sugiere
maravillosamente esta imagen. Vuelvo a insistir que este recinto carece de vidrieras
policromadas, pero no es obscura.
Acostumbrado a la serenidad de las “majestades románicas”, con corona y túnica
regia, el patetismo de esta talla es impresionante. Uno al verla, no puede dejar de
preguntarse ¿y este dolor y muerte, para qu←? ¿por quien?”.
Si la catedral puede uno considerarla discreta, esta capilla desnuda y la imagen de
la que he venido hablando, es incomparable. Me contaron por aquel primer
entonces, que la imagen va inclinando lentamente su cabeza y que el día que la
barbilla toque el pecho, habrá llegado el fin del mundo. Nadie más me lo ha
repetido.
Digo siempre que para viajar, lo único indispensable es el pasaporte y que la mayor
suerte es tener amigos en el lugar. Lamentablemente, el citado sacerdote ha
muerto hace unos años. Recuerdo que me llevó un día a la iglesia donde había sido
bautizado y me enseñó la pila. Sacó luego de un armario un estuche y me mostró
una espina, que me dijo había sido de la corona del Señor. Excuso decir que no me
lo creía, ni ahora me lo creo. Pero que la devoción con que la besó antes de
guardarla, me impresionó tanto, que me di cuenta de que era irreverente
preocuparme de su autenticidad.
He leído últimamente que una crónica de Pere Ange Vidal dice que vio, suspendida
de la bóveda de la Nave central de la catedral, una esfera de bronce con esta
inscripción en catalán antiguo ““Quant se feya aquesta obra, se trobaran en
Perpinya Fra Domingo y Fra Francesh, uns bons homens, en lo any MCCXI”. Parece
que no existe ninguna otra noticia al respecto, pero el encuentro no seria imposible.
El Poverello cruzaría esta comarca camino de Compostela, como ya he dicho, y el
de Guzmán misionaba su cruzada contra la herejía cátaro albigesa, un poco más al
norte. La próxima visita, cerraré los ojos e imaginare este encuentro, solicitando
que intercedan para que Dios me conceda aliento para imitar un poco sus virtudes.
Pese a que he dicho que geográficamente el territorio carece de atractivo, no
ignoro que, mirando al sur se divisan las montañas pirenaicas del Canigó. En sus
entrañas están anclados dos antiguos monasterios. El de Cuixá, ocupado la primera
vez que estuve por una comunidad cisterciense y donde fui acogido amablemente
por el mismo abad. En la actualidad es un priorato montserratino. Una parte de su
claustro fue adquirida por un acaudalado americano y cubre un museo medieval de
Nueva York. A unos doce kilómetros el monasterio de San Martín, está actualmente
ocupado por una comunidad religiosa de las de corte moderno y carismático.
Lamentablemente en ambos monasterios cobran por entrar.
Por último, escondida en un recodo de una carretera muy secundaria, puede uno
visitar, esta vez sin tener que pagar, la ermita de la Trinidad, donde una
maravillosa “Majestad románica” le da fama y un retablo le da el nombre. Alguien,
la primera vez una mujer que ya falleció, la segunda un señor, están, por encargo
del obispo de la diócesis, para recibir y dar explicación a la expresión acogedora de
la imagen principal. Cuando uno se para y entra no puede dejar de comparar las
dos imágenes de las que he hablado. Sinceramente, la gótica de la catedral
impresiona más hondamente. La acogida humana de esta última, supera a las dos
últimas de las que he hablado.