I. SEMANA SANTA
La Semana Santa comienza con el Domingo de Ramos, en
que se celebran dos aspectos fundamentales del misterio pascual:
El triunfo, con la procesión de las palmas y ramos en honor de
Cristo Rey y la muerte o fracaso, con la lectura de la Pasión
correspondiente a los evangelios sinópticos -la de Juan se lee el
viernes-.
Ya desde el siglo V, se celebraba en Jerusalén, con una
procesión, la entrada de Jesús en la Ciudad Santa, poco antes de
subir a la cruz. Por ello, se denomina «Domingo de Ramos»,
aspecto victorioso o «Domingo de Pasión», aspecto doloroso. No
importa tanto el ramo bendito, como la celebración del triunfo de
Jesús.
La Semana Santa se halla comprendida por el Triduo
Pascual, que conmemora los últimos sucesos de la vida de Jesús,
que se sintetizan en tres días.
El día primero: La Pasión de Cristo
La pasión comienza bíblicamente con el prendimiento de
Jesús; litúrgicamente, con la entrada en Jerusalén. En los relatos
de los tres sinópticos, Jesús sube a Jerusalén una sola vez, entra
en son de triunfo, el Domingo de Ramos, lleva a cabo sus últimas
actividades en unos días y, finalmente, es apresado, el Jueves
Santo y, condenado, muere en la cruz el Viernes Santo.
Ciertamente, Jesús no rehuye la muerte, pero tampoco la busca
directamente. El hecho real, es que Judas lo delata.
La misión de Jesús se comprende en referencia al Dios de la
gracia y de la exigencia. Jesús no viene a predicar verdades
generales, religiosas o morales, sino a proclamar la inminencia del
Reino y la buena noticia del Evangelio. El advenimiento del reino
de Dios es el tema central del mensaje y de la praxis de Jesús,
precisamente en unos momentos de exacerbado nacionalismo
judío frente al pagano dominador, con la creencia extendida de
que la intervención final y definitiva de Dios, por medio de un
Mesías entendido políticamente, está a punto de producirse. El
rechazo de Jesús como Mesías es evidente: es escándalo para las
clases dirigentes religiosas, necedad y locura para el poder
ocupante, decepción para el pueblo y desconcierto para los
discípulos. Ahí radican los sufrimientos profundos de Jesús en la
cruz, unidos a sus dolores físicos.
En la actual sociedad secular, crítica con las tradiciones
religiosas mágicas o demasiado identificadas con ciertas éticas de
poder, la Semana Santa ha perdido ese aura de misterio tremendo
e inefable de que le había rodeado la cristiandad. En cambio,
crece en comunidades y grupos de creyentes la fuerza del
Evangelio de Jesús, revelador de la justicia del reino y del perdón
de Dios. La lectura e interpretación de los relatos de la Pasión en
relación a las celebraciones en las que se proclaman nos revela
que la vida es camino de cruz -vía crucis-, a partir de una entrega
al servicio de los hermanos que coincide con el servicio a Dios.
Al menos, esto es lo que puede deducirse de la lectura y
celebración de la Pasión de Cristo en la Semana Santa.
El día segundo: b) La muerte del Señor
Los cuatro relatos de la Pasión siguen una sucesión parecida
de acontecimientos, con cinco secuencias: arresto, proceso judío,
proceso romano, ejecución y sepultura. A partir de un relato
previo y breve sobre la crucifixión de Jesús, las pasiones
evangélicas están redactadas con más atención y detalle que las
otras narraciones. Su estilo difiere del de cualquier otra literatura
que narre la batalla final y la muerte de un héroe. Son, además
final y comienzo de la vida y destino de Jesús, al que los
discípulos llaman «Cristo» y «Señor» después de la resurrección.
Según como se interprete y se viva la muerte y resurrección de
Jesús, así se configurará el modo de ser cristiano.
Jesús fue condenado a muerte y crucificado por blasfemo
religioso y alterador del orden público. Es lógico pensar que Jesús
contó con una muerte violenta, a juzgar por su comportamiento y
las acusaciones que recibió de mago, blasfemo, falso profeta, hijo
rebelde, quebrantador del sábado y purificador del Templo. La
muerte de Jesús se descubre fundamentalmente por la lógica de su
vida. Para entender la muerte de Jesús, no basta relacionarla con
el sanedrín judío o el gobernador romano; es preciso conectarla
con su Dios y Padre, cuya cercanía y presencia proclamó. El
cómo y el porqué de la muerte de Jesús tienen una estrecha
relación con el cómo y el porqué de toda su vida. La
interpretación última -o, si se quiere, primera- de la muerte de
Jesús es teológica.
El día tercero: La Resurrección.
La comunidad creyente postpascual, a la luz de la
resurrección , denominó «Cristo» y «Señor» a Jesús de Nazaret.
Desde entonces, con una nueva lectura de la muerte de Jesús,
proclamó la Iglesia el señorío de Cristo, traducción actualizada
del reino de Dios. Este paso no equivale a un silenciamiento del
profetismo de Jesús, de su opción privilegiada por los pobres, de
la justicia que entraña el reino y de las exigencias evangélicas que
comporta la fe como conversión. El reino de Dios se hizo
presente, de un modo nuevo, con la actividad de Jesús, aunque se
concentró de una manera definitiva en el cuerpo resucitado del
Señor. Quedarse con el Resucitado sólo de un modo piadoso o
sacramental, sin abarcar con la misma fe al Jesús histórico, es
reducir la entraña misma de la fe. Y, para entender el
comportamiento y las actitudes de Jesús en su ministerio público,
es preciso tener en cuenta las claves del itinerario que sigue hasta
la crucifixión. La muerte de Jesús es consecuencia de su modo de
obrar. Pero, una vez aceptado que la cruz es consecuencia del
proceder de Jesús, la resurrección debe entenderse como toma de
posición de Dios en favor de Jesús y, por tanto, como iluminación
de la cruz. Jesús no queda en poder de la muerte, sino fuera de
ella. La cruz de Jesús no se entiende, si no es desde la totalidad de
su vida; pero, a su vez, su muerte no tiene sentido, si no es por la
resurrección, clave de lectura de todo lo previo, a saber, el
condicionamiento del vivir de Jesús y de nuestro propio vivir.
El pueblo se ha identificado y se identifica a su modo con el
Crucificado, más que con el Resucitado, quizá porque su historia
es un relato procesual de sufrimientos. La teología pascual de la
resurrección no le hace mella; intuye en lo profundo una teología
de la cruz. Pacientemente ha aceptado la interpretación teológica
de la resignación o de la oblación de Cristo como víctima
inocente que paga el rescate por todos los pecados. El pueblo
venera a Cristo como «varón de dolores» sufriente y moribundo,
con el que se identifica a través del llanto, como pueblo de
oprimidos y desheredados. Por esta razón es el Viernes Santo, no
la Pascua, la fiesta cristiana popular por antonomasia. La muerte
de Cristo es símbolo de todo sufrimiento, tanto del natural como
del provocado. Muy en segundo plano queda la cruz como
imagen del «Rey de la gloria» o del Cristo Resucitado. En ese
Dios desamparado y cercano, no en el Todopoderoso distante,
encuentra alivio el pueblo al buscar la cura de sus sufrimientos
por medio de un sufrimiento divino. Naturalmente una cosa es el
uso y abuso de la cruz como apaciguamiento de esclavos, y otra la
aceptación popular del dolor y la muerte de Cristo, expoliado y
crucificado por hacerse hermano y amigo de publicanos
deshonestos, mujeres de mala vida, leprosos y extranjeros que no
respetaban las leyes judías.
Camilo Valverde