Carta abierta a Juan Pablo II
P. Adolfo Güémez, L.C.
Querido Amigo:
Aún no me acostumbro a llamarte santo. Yo tenía plena certeza que ya lo eras,
pero apenas hace unos días fuiste incluido oficialmente en el catálogo de todos
los santos de la Iglesia. ¡Felicidades!
Hoy quiero recordar contigo la última vez que te vi. Esa fue también tu última
aparición en público. Corría el 27 de marzo de 2005, Domingo de Resurrección.
Saliste a tu balcón para darnos la bendición y dirigirnos unas palabras. Me
emocioné muchísimo. Ya te había visto otras veces, y siempre me había
exaltado. Pero esa ocasión fue distinta…
En las anteriores, te gritaba “vivas” mientras mis manos se agitaban con
enjundia para saludarte. En ésta, te confieso, no pude articular palabra ni
menear mis brazos.
Ya me había acostumbrado a verte sonreír. Sin embargo, ahí te noté pesaroso,
adolorido. El peso de la enfermedad se notaba.
Cuando te acercaron el micrófono, lo pusiste cerca de tu boca, como queriendo
multiplicar la poca fuerza que aún quedaba en tu garganta. Más a pesar de tu
esfuerzo, nadie te entendió. Sólo escuchamos tu respiración agitada y profunda;
nada más que eso.
El alma se me vino a los pies. Sentí ganas de llorar, pero me contuve. Aunque
casi rompo la compostura cuando me di cuenta que, a mi alrededor, una buena
parte de la Plaza estaba lagrimeando.
Entonces surgió en mi interior una gran rebeldía. No quería aceptar que el Papa
que una vez fuera fuerte, no pudiera ya ni siquiera pronunciar las palabras de su
bendición. ¿Por qué? ¿Por qué Dios estaba permitiendo que sufrieras? ¿Es que Él
se había olvidado de que su Iglesia necesitaba de tu voz cálida y cercana para
seguir luchando?
Y mientras yo libraba esta agonía interior, tú seguías ahí, en el balcón,
bendiciéndonos y ofreciendo por todos nosotros tus sufrimientos. Fueron casi
quince minutos, y no pudiste pronunciar ni siquiera una palabra.
Entonces retiraron el micrófono y movieron tu silla de ruedas hacia atrás.
Cuando las cortinas de tu ventana se cerraron, escuché que un joven
murmuraba entre lágrimas: «Juan Pablo, ¡yo te prestaré mi voz!».
Aquí estaba la respuesta a mis preguntas. Durante toda tu vida, tú no hiciste
nada que no fuera servir a los demás. Desde los días de tu juventud en Polonia,
hasta tu último instante al frente de la Iglesia.
Aquél día experimenté claramente que Dios me pedía que te prestara mi voz,
que sirviera de eco a tu mensaje, que nunca fue otro que el de Cristo. Que con
mis palabras, transmitiera las tuyas. Que con mi garganta, le gritara al mundo
que Dios lo ama. Que con mis manos, construyera una sociedad donde reine
siempre el Amor.
Te confieso que me ha faltado muchísimo para lograrlo. Pero estoy en paz, pues
tengo la plena certeza de que tú, desde el cielo, continuarás prestando a la
Iglesia el valor de tu intercesión.
Hoy vuelvo a ratificarlo: quiero prestarte mi voz. Y así como tú anunciaste el
mensaje del Evangelio, yo quiero también seguir anunciándolo.
Juan Pablo, amigo, tu vida nunca fue fácil, como la de todos los cristianos. Hoy
nos alegramos de tenerte en los altares, pues en ti tenemos un ejemplo que
podemos imitar.
Desde que te fuiste nos dejaste en buenas manos. Primero Benedicto XVI. Ahora
Francisco. Ambos grandes pontífices, como lo fuiste tú. Sigue protegiéndolos e
intercediendo a su favor.
Y a este México, que desde tu primera visita te robó el corazón, protégelo y
guíalo para que viva cada vez más conforme al mensaje del Evangelio.
Tu hijo, amigo y hermano,
Adolfo