EDIFICIOS DE CELEBRACIÓN CRISTIANA (8)
Padre Pedrojosé Ynaraja
¿Cómo era el interior de los inmuebles de celebración? Si me he ido refiriendo a los
ámbitos de encuentro, principalmente a sus formas y estructuras, creo, para ir
acabando, que debo mencionar el ornato interno, a su diseño y cuidado, lo que hoy
se llama interiorismo, a los que acudían y a cómo lo hacían.
La celebración fundamental cristiana era y es la Eucaristía. Se llamó al principio
Fracción del Pan y se llama ahora en occidente Misa. Los relatos evangélicos nos
precisan que para la primera, la que acertadamente llamamos Santa Cena, ya tuvo
el Señor interés celebrarla en un lugar escogido con esmero, era la sala alta de una
familia amiga, honor que se concedía a los huéspedes. Lo necesario para lo que Él
tenía preparado instituir, debían adquirirlo y ordenarlo según normas que les confió.
La segunda, la de Emaús, tal vez por las circunstancias de día y hora, sí que estuvo
envuelta de cierta improvisación, pero el lugar no fuera uno cualquiera, no se
trataba de una vulgar cena campestre, fue en un recinto familiar acogedor.
Las referencias que nos dan algunos escritos de San Pablo y la descripción de San
Justino, amén de algunos detalles de los murales de las mismas catacumbas, nos
evidencian el interés que desde el principio puso la comunidad cristiana en que en
sus encuentros para el culto, todos se sintiesen bien. A este respecto, quiero
también advertir que cuando se trató de una entrevista amistosa, la visita de
Nicodemo al Maestro, no se caracterizó de particularidad alguna, según nos cuenta
Juan.
En las reuniones clandestinas de Roma, el lugar eucarístico por excelencia fue la
tumba de un mártir. Llegada la libertad religiosa, sin abandonar del todo este
criterio, la acción sagrada se efectuaba en un ara, que abrigaba, de una manera u
otra, preciadas reliquias. Se conservó esta predilección visual en el románico, pese
a que se adornaran muchas veces las superficies de los ábsides o de las paredes,
con instructivas o simplemente decorativas pinturas al fresco. Llegado el gótico y
superado con creces en tiempos del barroco, apareció el monumental retablo.
Adquirió tales proporciones y profusión de imágenes, que el altar pegado a él, se
convirtió aparentemente a un simple y alargado y tímido primer peldaño del
conjunto.
La desmesurada anchura de los antiguos altares, obedecía a que, pese a ser de un
solo volumen, la celebración se distribuía en tres porciones. El centro se destinaba
a lo más importante: ofertorio y canon o anáfora, que incluía las palabras
históricas de Jesús. A ambos lados, los espacios destinados a la lectura de textos de
“tono menor” en uno, el evangélico más importante en el otro. Algo semejante se
diría de la altura. Las normas rituales a las que se les daba tanta importancia,
exigían que permitiera que el brazo, no el codo, estuviera en contacto con el borde
del altar, durante la consagración del pan y del vino.
Hoy el altar goza del total protagonismo visual que le corresponde y observo que en
las importantes grandes catedrales y basílicas, las que he visitado recientemente o
las que observo por Tv o Internet, su situación central y autónoma y las
proporciones, se han modificado. Son cuadrados, pero no cúbicos, ya que se estiran
ligeramente, alcanzando proporciones tímidamente rectangulares y bastante más
bajos, proporcionando mejor visibilidad de la acción sagrada, que es por definición,
signo sensible.
La reinstauración del ambón, que es un espacio, no un simple atril, cual el de un
director de orquesta, realza expresando su importancia, la proclamación de la
Palabra, que tampoco es simple lectura.
Puesto el acento en la homilía, más que en la predicación piadosa, las narraciones
emocionadas de la vida del sant patrón del momento o lugar, y aceptada la
megafonía, micrófonos y columnas cada vez mejor logrados y eficaces,
desaparecen por tanto los púlpitos que en otro tiempo, por su altura, situación y
complementados por el tornavoz superior, ayudaban a que la voz del predicador se
propagase con mayor o menor éxito, a todos los rincones.
La iluminación también cambia con la llegada de la electricidad. Ya no depende de
los ventanales por donde penetraba y que era matizada decorativamente. Si
primitivamente fueron las lámparas de aceite y posteriormente los cirios, estos
focos de luz alumbraban modestamente. Ahora serán los candiles o quinqués y los
candelabros de velas de cera, puros elementos decorativos o símbolos de devoción.
No me referiré a los instrumentos musicales, antiguamente exclusivamente el
órgano o su sucedáneo armonio. Tampoco a los sitiales. Bancos o sillas, pesados o
plegables, nada importa. Únicamente advierte sobre la sede del que preside, que
deberá sobresalir, sin semejar por ello un trono, cosas ambas que nunca se deberá
olvidar.
LA GRAN CARTUJA Y LAS CARTUJAS (I)
La paz promulgada por Constantino, tuvo como consecuencia que los valientes, los
que aspiraban a que su vida cristiana continuara siendo un combate, que si no
llegaba como lucha de enemigo exterior visible, lo sería del invisible o interior, del
demonio o de las tendencias personales: pasiones, egoísmos o ambición de riqueza.
Vivirían, pues, las batallas en las ariscas cordilleras o en el sobrecogedor desierto.
Las soledades de las rocas en las montañas o las inmensidades de arena de los
yermos, se poblaron de monjes ermitaños. Pronto algunos se agruparon, a estos se
les llamó cenobitas. Solicitaron los más sencillos a aquellos que se distinguían por
su sabiduría y santidad, que les dejaran unas normas de vida, aparecieron las
reglas monásticas. Las más conocidas en occidente, son las de San Agustín y San
Benito. De ambas derivan muchas otras, que son norma de vida comunitaria. Los
eremitas, generalmente, continúan yendo a su aire.
Los cartujos son otra cosa, sin que les sean contrarias las normas de las
comunidades que he mencionado. Su fundador San Bruno, era un buen presbítero
nacido en Colonia, que ya adulto, ejercía la docencia universitaria en Reims.
Abandonó esta situación acomodada y prestigiosa y con seis compañeros, se retiró
a un lugar agreste de los Alpes, llamado Chartreuse, ofrecido por San Hugo, obispo
de aquel territorio. No tenían ningún proyecto específico. Cada uno se hizo una
ermita, casi una choza, en torno a una humilde iglesia. Adoptaron costumbres de
vida austerísimas, tanto con referencia a la alimentación, como a la oración y
soledad. Una cartuja era y es un conjunto de ermitas, casitas las llamaríamos
nosotros, alrededor de un espacio descubierto, que lo ocupa el cementerio. Rodea a
este un pasillo desnudo de adornos, a diferencia de los claustros de las catedrales y
monasterios. De cuando en cuando, se encuentra una puerta y una ventana, que es
la entrada al recinto de cada monje, que vive allí su soledad. Acude cada uno a
algunos de los oficios litúrgicos a la iglesia, día y noche. Recuerdo que a las 23.30,
cada uno al entrar tocaba la campana. Su tañido resonaba por las montañas,
aquellos días nosotros, privilegiados huéspedes, lo escuchábamos, los demás era
pura y simbólica oración que se elevaba al Cielo.
También acuden a algún refrigerio destacado, al refectorio.
En su ermita el cartujo dedica su tiempo al estudio, a la lectura espiritual, a la
oración, al mesurado y muy limitado descanso. Dispone de un pequeño espacio
para ejercitarse en ocupaciones agrícolas o trabajos artesanales. Ocupación óptima
para mantener la salud corporal y mental. Siempre una ventana se abre a un
amplio horizonte virgen. Estos recintos, por lo menos los que he visitado, son de
dos pisos. Lugar de descanso y aseo, de oraci￳n, de manutenci￳n, de estudio…
¿Para qué todo esto? Aquí radica la sublimidad y dificultad de la vocación del
cartujo.
Una de los privilegios, gracia debo llamar, que agradezco a Dios es haberlos
conocido. La cosa viene de antiguo. Cuando llegamos a Burgos, mi padre, fue
siempre su costumbre, visitó los alrededores de la ciudad. Descubrió Miraflores,
entre otros destacados sitios. Se apresuró a llevarme a visitarla. Distaba entonces
unos 5 kilómetros, hoy casi está absorbida por la urbe. De cuando en cuando iba él
en actitud de retiro y recogimiento, que complementaba su asistencia a la misa
dominical. No tuve ocasión ni manera entonces de conocer ninguna particularidad
de su vida. Exclusivamente me contaron que nunca hablaban, que salían de paseo
cada jueves por la tarde. Esto último fue notorio, ya que por aquel entonces, un
monje fue atropellado por un tren y falleció y del suceso la prensa se hizo buen eco.
También se decía que si por casualidad se encontraban dos monjes, se saludaban
diciendo: morir tenemos, a lo que el otro respondía: ya lo sabemos. Mi opinión
pues, era bastante tétrica. Debo advertir, que pronto supe que lo de tal saludo, era
totalmente falso. Pero compruebo por internet, que continúa propagándose este
supuesto dicho.
Antes de continuar, debo advertir que me ayudo sobremanera para comprender la
vocaci￳n contemplativa, la lectura de “La monta￱a de los siete círculos”, best seller
en EEUU, allá por los pasados años cincuenta. Cuando salgo de casa dirección
norte, veo, en los días de atmósfera nítida, las montañas del Canigó. A sus pies, en
ocasión fortuita, nació Tomás Merton, autor del libro. Hijo de artistas, después de
una vida más o menos bohemia y banal, descubrió el cristianismo, más tarde se
bautizó. Concienciándose muy sinceramente de su responsabilidad personal, se
preguntaba cómo era posible que el cúmulo de pecados que ofendían a Dios, a lo
que él había contribuido, no ocasionaran un severo castigo de Dios. Descubrió
entonces la vida contemplativa y sus monasterios, que consideró eran pararrayos
de la justa ira divina. El libro continúa editándose y aunque el autor se retiró a un
monasterio trapense, sus reflexiones y las de otras obras suyas, valen para
comprender la “utilidad” de los cartujos y de todos los que escogen una vida
semejante.
A punto de abandonar el seminario, con motivo de asistir a un congreso, tuve
ocasión de visitar, nos acompañaba esta vez un monje, la misma cartuja de Burgos
y me enteré de muchas de sus peculiaridades. Positivas todas. También supe,
leyendo un libro que adquirí en otra ocasión, que no se esfuerzan especialmente en
“pescar” vocaciones, ya que reconocen que la vida que llevan es muy especial y
apta sólo para gente muy concreta, dotada especialmente de gran equilibrio
síquico, que acompañe a su generosidad cristiana.
Siendo ya muy adulto yo, se dio la circunstancia de que un amigo mío, había
colaborado con algunos de estos monjes, en detalles técnicos referidos a la
elaboraci￳n del licor “Chartreuse” al que otro día me referiré. Fuimos a la Gran
Cartuja, que se encuentra en tierras más o menos cercanas a Granoble, a los pies,
o enmarañada, en la cordillera alpina.
Cambio de tercio. Una de las cosas que me enoja personalmente, es que en el trato
con gente consagrada a Dios en la Iglesia, sean monjes o religiosos, de
congregaciones o monasterios, masculinos o femeninos, salga a veces en la
conversación, algún aspecto de vida que esquivan, aludiendo a que este no es su
carisma, tratándose, advierto, no de un capricho, sino de un mandato incluido en la
Revelaci￳n. En este momento estoy pensando en el dicho de San Pablo “y sed
agradecidos” (Col 3,15).
Continúo ahora, recordando que circulábamos por tierras francesas. Llegamos al
lugar, un poco antes nos encontramos con un pequeño edificio. Se nos informó
amablemente sobre cómo y por donde debíamos proseguir nuestro camino.
Llegamos a la Gran cartuja. Copio ahora, antes de continuar mi relato, un texto que
al lugar donde nos paramos se refiere. “ Desde su origen, la comunidad de la
Chartreuse estuvo establecida en dos lugares netamente separados: la “Casa baja”
llamada también la Conrería, donde moraban los conversos y la “Casa alta”,
reservada a los monjes, distante unos 4 Km. de la primera.
Los conversos, -hoy diríamos los Hermanos- eran seglares o laicos, a veces de
procedencia muy humilde, que se ocupaban en los trabajos manuales del campo, o
en la cría de ganado o en otros trabajos artesanales necesarios para mantener
aquel pequeño mundo cartujano perdido en el desierto. También se encargaban de
recibir huéspedes en la hospedería de la Conrería”.
Mi experiencia no es exactamente la que refleja la noticia, es maravillosamente
mejor, pero en otro momento me referiré a ella. Advierto que ahora, Padres y
Hermanos, habitan en el monasterio situado más arriba.
Llegados allí, leemos en la puerta: la cartuja no se visita. La vida de soledad de un
monje así lo exige. Esta advertencia ya es suficientemente elocuente para quien
esté interesado en conocerla. En la Conrería encontrará quien esté más interesado,
suficientes informes. Han pasado muchos años y no puedo asegurar que
corresponda exactamente lo que he escrito a lo que allí leí.
Cercano al monasterio recuerdo que hay dos ermitas, una la de San Bruno, la otra
de Santa María. Observé un aspecto curioso de estas antiguas edificaciones,
algunas de sus tejas todavía eran de madera. Y advierto que ya en vida del
fundador y en otros tiempos posteriores, el monasterio, sufrió más un incendio.
Nosotros nos alojamos en un lugar especial de acogida. Debo advertir que mis
amigos no eran creyentes, se lo habían advertido. Pero el dicho de San Pablo no
hace distingos. Yo, sacerdote, amigo de aquellos a los que estaban agradecidos, fui
acogido con especial predilección.
Acabo hoy con una frase grabada en una placa que me obsequiaron y que es uno
de sus lemas: El mundo cambia, la cruz permanece.
-Continuaré-