EDIFICIOS DE CELEBRACIÓN CRISTIANA (9)
Padre Pedrojosé Ynaraja
Refiriéndome al interiorismo en lugares de reunión cristiana, escribí sobre objetos,
quiero hoy referirme a personas y su protagonismo.
Todo encuentro requiere gestos peculiares y lenguaje adecuado. La sencillez, por
mucho que nos guste, puede resultar indigencia espiritual. Recuerdo que del núcleo
de una comunidad de gran prestigio, se separó un grupo pretendiendo vivir, según
decían, con mucha sinceridad y de forma que correspondiera a los tiempos
actuales. Les visitó una vez su abad sin ningún ánimo de inspeccionarlos. Le
invitaron al rezo de las vísperas, alrededor de la hogareña chimenea. La oración, el
rezo de los salmos, antífonas y oraciones, se hizo en tono recitativo. Ni se
entonaron cantos, ni hubo cambio de actitudes. Sin imágenes, ni libro que centrara
las miradas. Intrigados, le preguntaron qué le había parecido el Oficio Divino. Les
contestó con sinceridad y sin amenaza alguna: ¿qué queréis que os diga? Yo le
encuentro a faltar poesía...
Confieso que durante bastantes años me pareció que revestirme para la misa con
ropas propias de otras épocas y culturas, fuera lo más apropiado. Lo comenté con
uno de los asistentes habituales y me dijo: yo lo encuentro bien, es traje de
ceremonia. Toda reunión tiene su protocolo. No te avergüences, otra cosa sería que
fueran estrambóticos o de gran lujo. Los dos aspectos que me aducía me han sido
muy útiles. Me fijaré principalmente en el segundo y empezando por el grado
superior de las asambleas.
El Papa cubría su cabeza con la tiara, significativa para otros tiempos, sin sentido y
exhibición de poder terrenal y de riqueza hoy. Pablo VI con sencillez, un día la
regaló a los pobres. Tengo entendido que en algún sitio se expone y los que la
contemplan colaboran con su donativo destinado a los necesitados. Ni él, ni sus
sucesores, se coronaron con tal triple corona después y nadie lo ha añorado.
Los obispos llevaban anillo, generalmente con una aparatosa piedra, más o menos
preciosa. Se les saludaba besándosela y, para colmo, haciéndolo también antes de
recibir la comunión. Al mismo Papa se le ocurrió regalar, como obsequio recuerdo a
los obispos asistentes al Concilio Vaticano II, un sencillo anillo de plata. Era una
simple cinta de este metal, cuyo único adorno recordaba una mitra. Muy ufanos la
lucieron y, que yo sepa, se han acabado las aparatosas amatistas y los besos
previos.
Otro signo era el báculo. Si el anillo era señal de matrimonio espiritual con su
diócesis, este era símbolo de su oficio de pastor. Perfecta la elección, si se hubiera
parecido a la cachaba de cualquier mayoral, pero nada de eso. El obispo Casadaliga
llevaba en sus manos un simple bastón de una rama de árbol. El Papa Francisco en
Lampedusa, llevó por báculo un remo de patera. En su peregrinación por Tierra
Santa fue una simple vara de madera, coronada en forma de cruz, que le habían
regalado los presos de una cárcel que visitó por tierras italianas. Observo que por
Roma y tal vez por las exigencias del protocolo, empuña báculos dorados y
adornados, pero son de segunda mano. Uno fue de Juan-Pablo II y el otro o de
Benedicto XVI. Espero que este testimonio dado por el que tiene como una de sus
misiones el confirmar a sus hermanos, lo sigan poco a poco, los demás. No me
preocupa demasiado que esto signifique para los orfebres pérdida de encargos,
otros recibirán.
(II)-LA-GRAN-CARTUJA-Y-LAS-CARTUJAS
Abundan las guías y los informes en Internet con descripciones detalladas de
cualquier sitio que uno quiera visitar, pero yo no quiero imitarlas, ni siquiera
resumirlas en mis comentarios. Prefiero hablar de experiencias personales que
ilustran, creo yo, mejor que cualquier otro informe. Continúo con impresiones que
viví en la cartuja de los Alpes.
Se trataba de intercambiar opiniones sobre técnicas de elaboración de infusiones,
para eso se había desplazado mi amigo. Fuimos a Voiron, donde está situada la
factoría del Chartreuse. El proceso inicial es totalmente artesanal y secreta su
fórmula, que solo conocen los monjes que lo elaboran, refugiados al hacerlo, en un
recinto reservado. Por aquellos días, aunque parezca de chiste, el proceso estaba a
cargo de tres monjes: un inglés, un francés y un español. Sin consultarse entre
ellos y de inmediato, se distribuyó el papel de cada uno. El británico continuó con la
labor habitual, ni siquiera recuerdo su nombre. El galo, Fr. Jean-Marie, intercambió
opiniones, dudas y éxitos con mi amigo, especializado en criodeshidratación. El
español Hno. Juan, procedente de la comunidad de Burgos, me atendió
amablemente a mí.
Aproveché la ocasión para conocer de primera mano, algunos detalles de las
vivencias de un monje cartujo. Sabido es que su régimen de alimentación es
severísimo y la disciplina horaria y soledad también. Le pregunté qué es lo que le
resultaba más difícil. Con sencillez me contestó: como bien sabe usted, el cuerpo es
un jumento al que fácilmente se domestica. Lo que cuesta es la entrega a la
plegaria, sin conocer, ni poder controlar los resultados. Ustedes los sacerdotes,
saben si su labor da fruto o no. Nosotros lo ignoramos totalmente. Me impresionó
este aspecto y le prometí que rezaría por ellos y a fe que lo hago. Esta mañana
celebrando misa con las hermanas del Cottolengo, así se lo decía: con ellas y con
Cáritas, trato de colaborar como puedo. Son mis dos más apreciadas y admiradas
entidades, amén de cercanas. Respecto a los cartujos y demás contemplativos, la
verdad es que rezo cada día por ellos, para que continúen esta labor silenciosa que
protege al mundo, que me protege a mí. El encuentro y diálogo con un monje o una
monja de clausura, es la gran suerte que me proporciona Dios, de la que más gozo,
la que más me aprovecha espiritualmente, cuando acontece.
Yo, me decía el buen Hno. Juan, quería ser monje y llevar la vida como tal, mis
superiores me han encargado este trabajo, y a él dedico mi jornada. Cuando al
atardecer subo a la cartuja (14km, en un Citroen 2cv, por aquel entonces) llego a
veces rendido y no soy capaz de otra cosa que ponerme en el coro en silencio,
acompañando la oración de un padre. Me asombró. Lo que me contaba, no se
parecía ni a la oración del fariseo o del publicano, de la que habla el evangelio. Era
un testimonio de piedad humilde, que hasta entonces desconocía, que me
impresionó y nunca he olvidado.
En esto paso el día. Pero, mire usted, continuó, la primera cartuja femenina que se
fundó en España, durante su primer año, no tuvo otros ingresos que lo que se les
enviaba como beneficio del licor, que nosotros los cartujos, no comercializamos.
No fueron únicamente estos monjes los que nos atendieron. Solicité ver el edificio
y, dado que era amigo de aquel al que agradecían sus consejos técnicos, pude
entrar. El P. Lluis Mª, de Lérida, me recomendó que me fijara bien en el inmenso
claustro. Todos los demás lo copian. Me llevó después a una minúscula capilla y me
dejó solo para que celebrara misa. Era la primera vez que me ocurría. Iba a estar
una hora sin que nadie viniera, ni me viera. Nunca había tenido tal libertad. Nadie
observaría si cumplía o no con las rúbricas, ni escucharía las oraciones que iba a
pronunciar. Se acumularon en mi cabeza un montón de nociones teológicas y de
reflexiones piadosas. Nadie me cronometraba tampoco. Inolvidable esta misa.
(confieso que ahora, casi todos los días, la celebro también solo en mi “pequeña
iglesia” y ya no me cuesta).
Me vino a buscar a la hora convenida. Me otorgaron el privilegio de asistir a la misa
conventual. Aunque viniera el presidente de la republica, no ocuparía un lugar
mejor, me advirtió el buen monje. El celebrante lo hizo, como he sabido después
que es la norma cartujana, con los brazos abiertos en cruz todo el rato. Los
asistentes con la capucha puesta siempre. Uno tenía la impresión de estar en otro
planeta, próximo físicamente a la Trascendencia.
(Algunas fotografías de este lugar fueron antiguas diapositivas, degradados sus
colores por la contaminación, pasadas a digital. Otras, posteriores, y de otra
cartuja, son igualmente de ilustrativas).
Continuaré.