EDIFICIOS DE CELEBRACIÓN CRISTIANA (10)
Padre Pedrojosé Ynaraja
En el último comentario a las celebraciones cristianas, me referí a señales
episcopales. Dejo de lado detalles en este rango, que han desaparecido casi por
completo. Recuerdo que la capa que se prolongaba unos siete metros y recogía el
“paje”, para que no se estropease, debía llevarla enrollada cuando entraba en una
catedral en la que el obispo no fuera titular. Añádase la genuflexión antes de besar
el anillo, eso sí con la rodilla izquierda, que la derecha le quedaba reservada a la
Eucaristía…
Pero estos aparatosos signos no eran, ni son exclusivos de los obispos.
Continúo. El sacerdote debe vestir alba, que, si no luce excesivos adornos, es de
una elegancia suprema. Llevar estola, adorno de origen romano, significa que su
obrar, lo que está haciendo en aquel momento, es un acto sagrado. No cabe, pues,
como he visto alguna vez, llevarla para el rezo del rosario que por más que sea
excelente oración, no es una plegaria oficial y pública. Seguramente, en los
orígenes de la corbata, encontraríamos la antigua estola, renovada por moda
francesa, que la llam￳ “cravate”.
Finalmente, como un “sobretodo”, la casulla. Si está bien dise￱ada, el tejido es
ligero y la ornamentación sobria, es de una belleza estética enorme. La que diseñé
en mis inicios sacerdotales, todavía hoy me gusta a mí y a los demás y me
sorprende gratamente. Ahora bien, recuerdo las horas pasadas estudiando su
tamaño y redondez. Me indigna que muchos de los que dicen que quieren volver a
celebraciones antiguas, se queden en formas que no lo son y adopten líneas y
costumbres propias de épocas decadentes y por ello también, en estética litúrgica,
carentes de belleza y, en muchos casos, recargadas por adornos bordados con hilo
de oro. Acartonadas y pesadas, en nada se parecen a la elegante casulla original o
de corte antiguo. En tiempos en los que se prescindía de la belleza en muchos
aspectos, buscando la comodidad del celebrante cuando elevaba sus brazos, se fue
esta recortando de tal manera, que más que un elegante capote o poncho,
semejaba un simple escapulario monacal (no quería decir que las llamábamos de
guitarra jocosamente, pero ya lo he dicho).
Hay dos aspectos de las celebraciones que me parecen injustificables. Uno, al que
me refiero con frecuencia, es que para entrar en algunas iglesias, se tenga que
pagar. Devotos fieles que van de viaje o que por el motivo que sea quieren entrar a
rezar, les dicen que, excepto a la estricta hora de la misa, es preciso pagar entrada.
Recuerdo que en el famoso “Mont-Saint Michel”, le dije a quien me exigían el ticket,
que yo era sacerdote y responsable de cuatro iglesias y en todas se entraba
libremente. Me contestaron que aquella era diferente. Con sorna contesté: a lo
mejor resulta que en el sagrario de aquí, en vez de Jesús-Eucaristía, está el Espíritu
Santo. Tengo por norma no entrar en ninguna iglesia que cobre entrada. Me ha
gustado leer que el arzobispo de Santiago de Compostela, asegura que cuando
estén acabadas todas las obras de restauración del edificio, no cobrarán entrada,
como tampoco ocurre actualmente. Me imagino, para remachar el clavo, qué
pasaría y se escribiría, si para entrar en San Pedro del Vaticano, en Belén, en
Nazaret, en el Santo Sepulcro, tuviera que pagarse.
Otro aspecto que considero perverso, es la celebración de la misa con las puertas
cerradas con llave. Estando reservada la entrada al grupito de turno, que obra así
como si fuera el propietario del lugar. Considero este comportamiento como la
piedra de toque, que me indica si se trata de una celebración católica o, pese a
creérselo y proclamarlo, actúa con criterios sectarios. (No me estoy refiriendo,
evidentemente, a aquellos lugares donde la persecución exige tomar estas
precauciones, Sudán, Pakistán, Arabia etc. etc.).
Indudablemente que quienes obran de estas dos maneras que he comentado,
legarán a generaciones posteriores, piedras bien conservadas, recuerdos de ritos
curiosos, pero los ámbitos estarán vacios de comunidades cristianas que celebran
su Fe.
LA GRAN CARTUJA Y LAS CARTUJAS (y III)
Ignoro el origen de la frase: mete más ruido un árbol que cae, que todo un bosque
que crece. Lo recuerdo ahora que me estoy refiriendo a la realidad cartujana. Una
realidad a la que cuesta entrar y conocer, que yo mismo me he llevado algún
lamentable chasco, no lo ignoro. Ninguna cartuja puede compararse
arquitectónicamente con la catedral de Chartres o Notre Dame. Ahora bien, he
querido detenerme en el mundo silencioso de los cartujos, como hubiera podido
hacerlo con un Carmelo, por el interés e importancia que tienen en la vida de la
Iglesia. Y en este aspecto quiero referirme también a mi experiencia personal,
cuando ejercía la docencia. En más de una ocasión, acompañé a mis alumnos a
centros de interés cristiano. Recuerdo que en la primera ocasión la visita fue a un
convento femenino de clausura, al museo diocesano y a las Hermanitas de los
pobres. En el primero se lo pasaron bomba, decían ellos. Se habían comunicado con
las monjas a través de rejas, tengo las fotografías que les hice. En el asilo les
dieron libertad para ver lo que quisieran, mientras los ancianos se lo permitiesen, oí
que les decían. Les sorprendió y gusto muchísimo. El museo fue un tostón,
contaron. Y se trata del que ocupa el segundo lugar mundial, en arte románico y
gótico. Ya he dicho que la experiencia ha sido múltiple y siempre han salido
ganando las comunidades contemplativas. He olvidado decir que los chicos y chicas,
rondaban los 13-14 años.
La cartuja es de hondo contenido espiritual. Protege y afirma a la comunidad
cristiana.
El P. J.A. es un vasco que ingresó en la Compañía de Jesús. Estando en el Congo,
descubrió que debía mejorar su vocación misionera y volvió a España, ingresando
en Burgos en la Cartuja de Miraflores. Cuando le saludé, se ofreció a enseñármela.
Le dije que me interesaban mucho más las personas que las piedras.
Evidentemente, estuvo de acuerdo, pero me indicó que sería mejor que entrásemos
al claustro y allí habláramos allí. De esto hace bastantes años, así que sólo
recuerdo el interés que tenía por colaborar con la Iglesia misionera.
Es sabido que casi la mitad de los católicos, viven en América del sur y que son
comunidades jóvenes. El Papa Juan-Pablo II, consciente de la falta de madurez y
del peligro que las acechaba, la inestabilidad debida a la carencia de solera y el
acoso de las sectas que EEUU financiaba (recuérdese el informe Rockefeller, 1969-
70) solicitó que se establecieran allí monasterios contemplativos. A Argentina se
traslado el P. J.A. con alguno otro que no conozco. Sé que la respuesta al
requerimiento papal, no la dio exclusivamente la Cartuja. A México fue el P.T,
trapense y sacerdote de mi misma diócesis, con el mismo fin de compartir y servir
con su plegaria. Pese a la edad avanzada que tienen y las enfermedades que han
sufrido, continúan viviendo e intercediendo en ambos países, tanto el cartujo como
el trapense. (En sus normas de vida no entra la correspondencia, pero he tenido
noticias de lo que hacen ambos, de sus dolencias y de su fidelidad, y por ellos
también rezo).
Se dice, ellos no lo dicen, que “la Cartuja nunca se reformó, porque nunca se
deform￳”. La verdad es que yo s￳lo he visitado tres cartujas, la de los Alpes, la de
Miraflores y la de Montealegre, que es la que me queda más próxima. En esta
última el P. C. muy metido, según me cuentan, en comprometido ministerio
sacerdotal barcelonés en otros tiempos, nos ha atendido maravillosamente, hemos
rezado con ellos y visitado su ermita. Pese a que se rijan por las mismas normas,
no son idénticas sus costumbres, por lo menos en pequeños detalles que he
observado.
Y acabo con el licor Chartreuse. Según cuentan, el mariscal Garnier le regaló la
formula a un Prior de la Gran Cartuja. Se trataba de un ELIXIR VEGETAL que,
gracias a sus 71 grados alcohólicos, es capaz de conservar las propiedades
medicinales de 130 plantas. Me regalaron una botellita que guardo ya vacía, como
si fuera una valiosa joya. Evolucionó posteriormente el elixir a los licores actuales,
el verde de 55º y el amarillo más dulce y de menor graduación. Que goza de
propiedades antiespasmódicas, lo tengo comprobado. Que es el único licor de
elaboración totalmente natural y artesanal, envejecido durante dos años en barricas
de roble, también lo sé. Su precio elevado responde a estas cualidades. El
embotellado, etiquetado y comercialización, lo realiza una empresa independiente.
Habiendo explicado mis contactos y mi admiración por los cartujos y habiendo más
de una vez dicho que rezo cada día por ellos, para que sean fieles a su vocación y
nos protejan con sus plegarias y ayunos, se comprenderá que el licor del que vengo
hablando, sea para mí una acertada rememoración. Tiene aroma de Hno. Juan y los
cartujos, comentamos al tomar una copita. Lo advierto también cuando invito a
quien sea capaz de comprenderlo, a quien sea capaz de agradecer el bien que ellos,
los cartujos, nos hacen. No se olvide el poder evocador de los olores y del reflejo
condicionado que en uno puedan crear. Y que se tenga en cuenta que el beneficio
económico que de él puedan sacar, será ayuda para los monasterios y necesidades
más urgentes. Y por si acaso alguien piensa de otra manera, advierto que no
llegaré a consumir más de un cuarto de litro de Chartreuse al año. Que, pese a mi
edad y a mis convicciones, tengo pánico al alcoholismo, que tanto daña al individuo
y a su entorno, incluido al sacerdote que pueda caer en este vicio, que de todo hay
en la viña del Señor. Pero la satisfacción sensorial, aroma y sabor, es sublime, si se
tiene en cuenta lo que he contado.