Credulidad o paranoia
P. Adolfo Güémez, L.C.
Cuando voy de misiones a comunidades rurales, una de las cosas que más me llama la
atención de los pueblos es que rara vez se cierran las puertas con llave. Tienen la confianza
de que nadie va a entrar a robarles. ¿Por qué? Porque conocen a sus vecinos.
En una ciudad, sin embargo, sucede al revés: rara vez salimos sin cerrar todo
cuidadosamente. ¿Por qué? Tal vez por lo mismo, aunque al revés: porque no conocemos a
los vecinos.
A veces vivimos al lado de gente de la cual ni siquiera conozco sus nombres. Estamos tan
ocupados con tantas cosas, hemos aprendido a vivir tan ajenos a los demás, que no nos
damos el tiempo de entablar una relación –al menos de cortesía– con el de al lado. Vamos
corriendo de un lado para otro. Por eso no me sorprende que vivamos también en una
sociedad desconfiada.
Cuando no conocemos al otro, entonces desconfiamos de él. De hecho, lo que hace que una
relación humana sea fuerte es la confianza. A más confianza, más unión, más certeza, más
profundidad, más paz.
No digo que hemos de ser crédulos o ingenuos, como las personas carentes de un buen
juicio crítico, que creen que todos son tan buenos como ellos mismos, o que se sienten
culpables si no le abren la puerta de su casa a cualquiera que toca el timbre.
Pero tampoco podemos enredarnos en una paranoia, creyendo que todos quieren verme la
cara, o se relacionan conmigo por una doble intención.
La paranoia nos llena de ansiedad y nos va aislando poco a poco de los demás y de la
misma realidad. Nos hace vivir a la defensiva, siempre pensando que el otro me quiere
atacar. Es una desconfianza crónica.
Así pues, ni crédulos, ni paranoicos. Simplemente confiados. ¿Cómo?
Stephen Covey –el famoso escritor de autoayuda– tiene un libro llamado La velocidad de la
confianza . En él nos dice que hay tres cosas que debemos de valorar con respecto a una
persona:
El carácter o autenticidad: asegurarnos de que la persona es coherente, auténtica.
Que sus palabras correspondan con sus hechos.
La capacidad: si le hemos de confiar una responsabilidad, hemos de saber si dicha
persona está capacitada para hacerlo. Como cuando acudimos a un abogado
especialista para cierta actividad legal.
La simpatía: no en el sentido de quien provoca risa, sino en su raíz etimológica,
como comunidad de sentimientos. Lo que en lenguaje coloquial se llama “hacer
química”.
No significa que para abrirme a una persona he de asegurarme de que posee todos estos
aspectos al cien por cien. Eso es imposible. Y puede ser también que haya gente capaz de
aparentarlos y fingirlos. Pero al menos tenemos un parámetro para poder saber hasta dónde
he de confiar y hasta dónde no.
Yo tengo una convicción profunda: más vale sufrir cuatro o cinco decepciones, que vivir la
vida desconfiando de todos.
La confianza genera alegría, apertura, paz. La desconfianza, por el contrario, nos vuelve
amargados.
Además, la confianza será mayor mientras más pruebas dé el otro de merecerla, mientras
más tiempo se conviva y mientras más valores se compartan.
Finalmente, un elemento esencial: decir siempre la verdad. Sin ella, toda relación es
ficticia. Se construye sobre cimientos falsos que tarde o temprano se derrumbarán.
La verdad a veces no es fácil. Pero siempre necesaria. No temas decir la verdad, con toda la
educación y prudencia que requiera, pero jamás huyas de ella, porque tarde o temprano te
alcanzará.
www.pardeadolfo.com