LOS CAMINOS QUE LLEVAN A BELÉN… (IV)
Padre Pedrojosé Ynaraja
No todo eran palmeras en Jericó y solo subidas del camino, no. Tampoco iban solos.
Una jovencita embarazada suscita siempre simpatía. Israel deseaba perdurar en la
historia, se sentía satisfecho de ser el Pueblo escogido y siempre esperó un Mesías,
que no podía llegar de otra manera que naciendo en el mismo país. Israel era un
pueblo esperanzado. Cada embarazada era signo de que se perpetuaba esta virtud.
María caminaba confiada, otras mujeres, de cuando en cuando, se le acercaban
sonrientes y la animaban.
No se sentía sola, o tal vez sí. Cada conversación, cada advertencia, cada pregunta,
la cercioraba más de su originalidad. Creía que no podía comunicar a los demás el
misterio que la embargaba, estaba convencida de que todo lo que a Ella se le había
dicho, era una confidencia de Dios, que debía conservar en lo más íntimo de su
corazón. Además, tampoco la hubieran comprendido… si ni siquiera Ella lo veía
claro. Confiaba en Dios, sumergida en un mar de preguntas que se hacía, sin
perder la paz interior. Durante el camino tenía ocasión de meditar y no rehuía
hacerlo.
José a veces se apartaba de ella. Estaba convencido que su Esposa lo deseaba.
Todo este asunto, el embarazo, la confidencia que él recibió en sueños, la confianza
que le demostraba el Señor y la pesada responsabilidad que sentía, le sumía en
extrañas cavilaciones. A veces pensando ilusionado, cerraba los ojos y los abría al
cabo de unos momentos, elevándolos al cielo. Porque a la ilusión le seguía la duda,
la incertidumbre, la pesadez del misterio que se la había revelado. Se sentía
entonces abrumado, pero no deprimido. Cabizbajo y meditabundo, tímido y
reservado. Esta era la imagen que los compañeros de ruta tenían de él.
Él era un poco mayor que su Esposa. Y además varón, se suponía, pues, que desde
los doce años subía a Jerusalén en los días de Pascua. Conocía el camino.
Consciente de ello, le susurraba cariñoso detalles del paisaje y le indicaba lo que
veía y conocía. Mira a la derecha, le decía cariñoso, aquel castillo que ves en la
cima, es un palacio del rey Herodes. Uno de sus palacios. Porque él necesita tener
unos cuantos para mantener su prestigio. Pero, ya lo sabes, goza de muy poca
simpatía entre las gentes. Esta vez no entraremos en la capital. Pero, ahora que lo
pienso, si nace estos días, deberemos ir al Templo a ofrecer lo que manda la Ley.
¿Quién sabe lo que nos espera? ¿qué quien sabe?, le interrumpe María, pues Dios,
no lo olvides, que es Él quien ha ideado el proyecto. Nosotros sabemos algo, pero
muy poco.
Que sí, que sí, pero yo piso en esta suelo y no puedo quitarme de la cabeza cómo
solucionaremos todo. Parece que el Señor confía en que yo lo resuelva, pero, ya lo
ves, en esta tierra soy un forastero. Procedo de Belén y que mi antepasado pueda
ser el rey David no me quita el sueño, pero que debido a ello estemos aquí y en tu
estado, sí que me agobia.
-Dios sabrá ayudarte, no te angusties, querido, le repetía María.