Toca fondo el dolor…
o acaso no…
No apto para menores, ni para canallas.
Un día como ayer, 50 años hace, exactamente, le arrancaron la vida a un gran
amigo de mi alma: Aurelio Martínez Ferro.
Era de noche cuando salieron. Lo pusieron contra el paredón. Se oían, con nitidez
dañina, las voces de mando que llegaban desde los fosos de la Fortaleza de la
Cabaña, los disparos, el tiro de gracia, el arrojar su cuerpo traspasado sobre lo que
imaginábamos un pequeño camión, que con andar cansino, triste, tristísimo, se
alejaba entre las risas de unos invitados a lo que comunistas llamaban fiesta .
Llevaba en un bolsillo un pañuelo blanco con una menuda lista verde en todo su
contorno. Habíamos conversado aquella mañana de su posible ejecución, de su
comparecer ante el que Aurelio llamaba la gran Psiquis . En sus años mozos,
cuando la idealizada juventud se dividía entre fascistas y comunistas, Aurelio había
abrazado el trapo rojo. Después lo escupió. Eso no lo perdonan: traición ¡al
Kremlin! Me preguntó si tenía un pañuelo que le regalase. Aquella línea verde era
la ínfima esperanza que arrugábamos temblando. Después el juicio sumarísimo.
Treinta, veinte años de condenas, la mía –una más-- entre el montón de ellas, a
diestra y a siniestra, absurdas iniquidades. Pena de muerte. La apelación allí
mismo, la misma sala, el idéntico juez, aquella misma hora. Le pregunta a Aurelio
si tenía algo que aclarar. “Tendría tantísimas cosas que aclarar” . Fueron sus últimas
palabras. El mismo juez ratifica su mismísima, oprobiosa sentencia. Era de noche.
No fue la primera noche. No sería la última. Se repetirían, incansablemente, fosos
balas y fiestas. Al mundo le importaba un bledo.
Un día como aquél, se cumple solo un día de ese día, sin importar monstruosas
montañas de indignidades, dos manos ensangrentadas hacen de nuevo fiesta. Una
mano, negra, chorreando abortos. La otra, blanca y afeminada, se estrechan.
Hablan, ambos de colonialismos... Hay gratitudes, envilecimientos, avenencias.
Un día, se cumple solo un día de ese día, he leído llamar ¡excelentísimo señor!, a
uno de los dos canallas. A uno que no es hombre, que no es señor, y cuyas únicas,
y también sangrantes, son sus execrables excrecencias.
Pobre, pobrísimo, despreciado, desharrapado, hueca su alma, mi pobre, idolatrado
pueblo. ¡Ay de mi tierra!, ¡Ay de esa Cuba donde he dejado, arrinconados, a mis
amados muertos! No te conozco. No los conozco. ¿Toca fondo el dolor?
Hace 50 años, Hace un día. Otras voces de mando, el mismo paredón, otro carrito,
el mismo cuerpo. A unos les sangra la misma herida, nunca cerrada, lacerante,
eterna. A otros, a los más, les sigue importando un bledo.
La delgada pincelada verde, ínfima, ajada, una vez más, se desvanece. ¿Toca
fondo el dolor? ¡Yo sé que no, Aurelio!
Jorge Arrastía