¿Hay correcciones inútiles?
P. Fernando Pascual
20-12-2014
Aquello parecía un sinsentido: ¿cómo es posible que alguien diga tal barbaridad?
Pues hay quienes dicen barbaridades, y se quedan tan tranquilos. Como quien afirmó que hacemos
vivir a los seres que amamos. ¿Es que los que no amamos están muertos? O como quien dijo que no
hay verdad ni mentira. ¿Pensaba al hablar que su frase ni sería verdadera ni falsa, sino todo lo
contrario?
Pero al escuchar ciertas afirmaciones, y al verlas correr por Internet como si fuesen sentencias llenas de
sabiduría, uno queda con cierta sensación de estupor. Surge entonces la pregunta: ¿vale la pena intentar
corregir a quien sostiene ideas tan fuera de la lógica, del sentido común, de la verdad, de la justicia?
Para responder, hay que volver a mirar lo que hacemos al corregir a alguien. Buscamos, simplemente,
ayudarle. Suponemos que nuestras palabras llegarán a su mente y a su corazón. Y que cambiará.
Sin embargo, ante ciertas afirmaciones, que sorprenden por ser absurdas, extrañas, contradictorias, o
simplemente carentes de un significado mínimamente claro, uno piensa que buscar un diálogo
constructivo sería completamente inútil.
Es cierto que siempre hay espacios para la esperanza. Un ateo puede abrir los ojos un día, descubrir la
belleza del mundo que le rodea, e intuir la presencia de Dios como Creador y Padre. Un escéptico
puede darse cuenta, tras tantos razonamientos contra los “dogmáticos”, que su vida ha sido un
dogmatismo vacío de sentido. Un defensor del aborto puede cambiar de idea al reconocer un día que
ese niño que corre bajo su ventana está vivo porque alguien convenció a su madre para que no lo
eliminase antes de nacer.
Otras veces, los espacios son mínimos para ofrecer correcciones fecundas: hay quien se obstina en
negar la espiritualidad del alma humana, a pesar de que piensa y ama con una inteligencia y una
voluntad que no se explican con el simple flujo entre sus sinapsis neuronales...
¿Hay correcciones inútiles? Sí, cuando quien las recibiría vive encerrado en un castillo de prejuicios y
rechaza cualquier mano que le intente acompañar hacia horizontes de verdades magníficas. No, si con
un mínimo de cariño, el corazón se abre a las palabras que un amigo paciente le dirige para que, al
menos, acepte que puede equivocarse y que existen modos para avanzar, aunque sean sólo unos
milímetros, hacia verdades que salvan.