¿Todas las religiones valen lo mismo?
P. Fernando Pascual
28-12-2014
Preguntar si todas las religiones valen lo mismo parece algo sin mucho sentido, porque es obvio, ante
tantas propuestas religiosas (o pseudoreligiosas) que hay enormes diferencias entre unas y otras: no
todas pueden tener el mismo valor.
El problema surge a la hora de establecer los criterios que permitirían distinguir entre una religión y
otra, para luego responder a la pregunta: ¿cuál vale más y por qué?
Ciertos pensadores del mundo moderno consideran que una religión sería mejor si consigue adaptarse a
la marcha de la historia. Si esa religión comprende los deseos y gustos de la mayoría, si sabe dejar de
lado ideas y dogmas que resultan “anticuados”, sería mejor. En cambio, si una religión queda anclada,
monolíticamente, en convicciones y ritos vistos como inmodificables y trasnochados, sería inferior, si
es que no terminaría por sucumbir ante los “hechos”.
Decir lo anterior, sin embargo, crea un sinfín de problemas. ¿Por qué la religión debería adaptarse a la
mentalidad que domina en un cierto momento de la historia? ¿Y quién establece claramente cuál sería
esa mentalidad? ¿Es que las verdades sobre Dios y sobre el hombre dependen de las mayorías y de los
tiempos?
En realidad, aceptar una u otra religión no depende de modo absoluto de la mentalidad que domina en
un periodo histórico. Los primeros cristianos acogieron el mensaje de Cristo precisamente en contra de
las ideas de su tiempo.
En épocas recientes, muchos cristianos sometidos a dictaduras “triunfantes”, como las que surgieron en
Europa y Asia durante el siglo XX, se alzaron contra las ideologías de los tiranos del momento para
defender verdades que consideraban válidas y preciosas, aunque ello significase arriesgar la propia
vida o sufrir persecuciones arbitrarias e injustas.
Veamos otro criterio que para algunos resultaría clave para evaluar a las religiones: el éxito, la
capacidad de atraer a miles de seguidores.
Ese criterio, sin embargo, no resulta suficiente. La adhesión a una fe religiosa no depende del número
de creyentes, sino de convicciones profundas. Desde luego, hay quienes se apuntan a una religión
porque tiene muchos seguidores y porque espera obtener una serie de beneficios sociales. Pero nos
damos cuenta de lo insuficiente de este tipo de creencias.
La enumeración de criterios podría ser larga. Por ejemplo, ¿vale más una religión si es más sencillo o
más complicada, si tiene un credo comprensible o difícil, si defiende reglas morales exigentes o
“fáciles”, si tiene ritos más o menos fijos, si posee una jerarquía o adopta un sistema democrático a la
hora de establecer su doctrina y su organización?
Existe un criterio que tiene un valor clave a la hora de valorar qué religión pueda ser mejor: el de su
cercanía a la verdad. Muchos objetarán que es un criterio difícil de aplicar, pues la mayoría de los
creyentes piensa que su religión sería la verdadera, pues de lo contrario la abandonarían para seguir
otra religión o para terminar en el escepticismo o el ateísmo. Pero la dificultad no quita la fuerza de ese
criterio.
¿Por qué? Porque la experiencia religiosa no puede prescindir un anhelo profundo que radica en el
corazón de cada ser humano: el amor hacia la verdad, la belleza, el bien, la justicia.
Por eso, ante tantas religiones, la pregunta decisiva sigue siempre en pie. ¿Cuál es la religión
verdadera? Sólo cuando nos pongamos ante esa pregunta podremos superar la ideología de quien dice
que “todas las religiones valen lo mismo”, y emprenderemos una seria reflexión que lleve a avanzar
hacia una respuesta suficientemente clara, la única que permite orientarnos correctamente en las
propias decisiones en materia religiosa.